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sábado, julio 13, 2019

Retrato de un imbécil

El imbécil es una expresión degradada de la condición humana que adquiere categoría de perturbación cuando consigue el éxito en el marco de valores invertidos prevalecientes en la sociedad. Seducido por la idea de que sus métodos logran alcanzar la meta, siente que el cuerpo social debe estructurarse alrededor de sus criterios. Parte de que si con él funcionó, el resto debe asumirlo como bandera de triunfo.
Terrible resulta para todo ser humano, medianamente decente, la adecuación a reglas incompatibles con sus parámetros debido a que constituyen la señal inequívoca para “avanzar”.
En el fondo, el régimen de la mediocridad cuando se combate no propugna por la instauración del talento y la formación académica como requisito de legitimidad sino de impedir la generalización de un fenómeno que impacta en todos los estamentos del ejercicio ciudadano. En los ámbitos profesionales, la dinámica familiar y las actividades productivas, se infecta todo y la habilitación de esa norma tiende a la oficialización de un imbécil perfecto que, en pleno control y administración de los mecanismos de poder, anda con las licencias de lugar para irrespetar a su antojo sin conocer el sentido del límite.
Como la política asumida desde una perspectiva degradada consiste en aprender a tragarse una rata sin gestos de desagrado, la vida partidaria ha sido asaltada por el rufianismo. Incompetentes y comerciantes vulgares suelen ocupar espacios destinados a categorías que requieren mayor vocación de servicio. No ha sido así, y luchar contra ese mal siempre será estimulante porque al final de la jornada no es posible engañar a todos por tanto tiempo.
Los símbolos constituyen el referente incuestionable en capacidad de unificar un sentimiento que es historia, penetra en el corazón y casi nunca muere porque su transformación altera la esencia de valores sustentados en lo más profundo de la condición humana. La cruz en los creyentes, libros en la cultura, el color negro en el dolor, el perfume para el agrado, la resistencia en tiempos de dificultad y el logo de señal distintiva e identidad hacia una causa política.
En la amplia gama de símbolos, los dominicanos sabemos conectarnos con las manifestaciones que ubican inmediatamente la mente y el corazón. El Jefe identificaba a Trujillo, Balaguer el Doctor, Juan Bosch siempre Profesor, a Jhonny Ventura lo etiquetan como el Caballo Mayor, José Francisco Peña Gómez el líder de los pobres, Joseíto Mateo gozaba que le llamaran Diablo, a Rafael Solano le dicen el Maestro y David Ortiz es Big Papi.
Un libro esencial, Trujillo: Causas de una Tiranía sin Ejemplo, demuestra con detalles e interpretaciones claras la razón escondida del hombre que por 31 años sometió al país a una orgía de sangre y excesos, pero su raíz marginal sumada a la naturaleza renacentista de María de Toledo que según la tesis de Juan Bosch provocó un mar de humillaciones “históricas” a la gente considerada de “segunda” que al ascender al poder se traduce en dosis de resentimientos con vocación de imponer sus símbolos alrededor de un nuevo orden, donde el éxito no logra borrar los vacíos existenciales de épocas iniciales. La tragedia nuestra consiste en gente colocada en primera línea de decisiones con altísima dosis de amargura acumulada, incapaz de borrar episodios desfavorables, y siempre aptos para instaurar su sello vía de símbolos que lo sienten instrumento para su eternización.
Desde 1939 el logo con un jacho encendido construyó un referente de militancia. Virtudes, defectos y sello distintivo del proceso democrático que por 80 años sirven de base al modelo político. Transformarlo y adecuarlo a los nuevos tiempos no puede confundirse con una plataforma digital en las redes porque de lo que se trata es la desconexión y rechazo de un club de filibusteros que conducen el PRD con criterios económicos. Es así de sencillo. Lo “otro” es el retrato de un imbécil que entiende que puede engañar al país. ¿Cuál es el límite?
Por Guido Gómez Mazara ;-
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