Eran decenas de afiches pegados con almidón en una lata sobre la
camioneta del vecino. Era la imagen un señor bonito, peinado de medio
lado, con cara de buena persona. Se veía confiable, como esos tenderos a
los que uno les recibe las vueltas sin revisar si están completas.
Papá me contó que se llamaba Álvaro y que por él votaríamos a las
presidenciales. Yo tenía unos 10 años y vivía en Villa del Rosario,
municipio inmediato a la frontera.
Efectivamente, llegamos a las presidenciales. Papá casi nunca perdía y
hacía que los demás no perdieran porque los convencía de votar por el
ganador y luego de ganar, les regalaba cuadernos a los votantes.
Cuadernos cuadriculados y rayados, con un sello de política. Estudié con
varios de esos cuadernos.
Después de esas elecciones el pueblo cambió un poco. Pues, la verdad,
es que no recuerdo mucho el pueblo antes de esas elecciones, pero sí lo
recuerdo desde que Álvaro se hizo presidente. En Villa del Rosario ya
nadie robaba, ningún marido le pegaba a su mujer, ninguna niña se
prostituía, porque a los ladrones, a los malos maridos y a las putas,
los quemaban Arriba. Los de Arriba.
Arriba era el corregimiento de Juan Frío y los de Arriba, como una
policía que vigilaba para que todos nos portáramos bien. Eran un rango
más alto que la policía y lo sabían todo. Papá decía que se encargaban
de la justicia y que sabían dónde vivíamos, con quién y a qué escuela
íbamos los del barrio. A papá lo conocían más porque él les hizo unas
cabañas Arriba. Papá era albañil. Decía que maestro de albañilería, pero
nunca lo vi dictar clase. Pero sí lo vi charlar con algunos de los de
Arriba. En una feria me presentó al Gringo, un negro grande que me
regaló $1.000 y era el comandante. Los comandantes cambiaban cada cierto
tiempo.
Entonces, si alguien hacía algo malo, solo había que ir hasta Arriba y
contarles todo. Lo demás estaba en sus manos. O también se podía solo
decir “siga así y le cuento a los de Arriba”, que la gente sabía
portarse bien de nuevo. Desde ahí, la mayoría nos portábamos bien. Los
vecinos no ponían música hasta la madrugada, los prestamistas no
aumentaban los intereses, los chicos se entraban temprano a casa, nadie
consumía drogas y yo tendía mi cama todos los días.
A niñas les rayaron el abdomen por usar ombligueras, a putas les
rayaron la cara. A hombres les dieron tabla por infieles y a otros les
dispararon por faltas mayores. Los de las balas quedaron en todas las
esquinas del barrio, a mitades de cuadra, al frente de nuestra casa y en
el andén nuestro.
Dos o tres balazos. No vean a la cara a los de Arriba. No llamen a la
policía, que esa llega sola más tardecito, cuando los de Arriba los
autoricen.
“Miren cómo se le salen los sesos por el hueco que tiene en la
cabeza”. “Pónganle una estampita de la virgen del Carmen para que ella
interceda y se le perdonen los pecados que cometió, las faltas por las
que se ganó que lo abalearan”. “Quién lo mandó a hacer lo que no debía”.
“Dejó embarazada a la esposa”. “Dejó niños chiquitos”. “Quién lo
mandó”. “Los de Arriba saben cómo hacen sus cosas”.
Otras veces no aparecían en las calles. Pero si desaparecían por más
de tres semanas fijo eran cenizas en los hornos de Arriba, los que
quedaban cerca a las cabañas que papá les construyó. Si los dejaban en
las trochas, los de Arriba llamaban a la única funeraria y les daban las
indicaciones. A veces los advertían del posible olor. Quizás se les
olvidaba que lo habían matado, o había sido tan malo, que merecía llegar
podrido al cajón. Con el tiempo llegaron más funerarias y en crisis
económicas, eran los que menos se quejaban.
En el siguiente periodo presidencial del señor Álvaro, llegaron los
vigilantes. Eran las manos derechas de los de Arriba: unos les llamaban
los Convivir. Los vigilantes también sabían todo de nosotros. Había que
pagarles puntual, todos los lunes, cada semana. Y ellos daban rondas por
el barrio, por el pueblo. Nadie los contrató, pero no pagarles era una
torpeza.
Luego acabó el mandato de señor presidente Uribe. Salió desgastado,
diferente al señor que vi en los afiches. Conservaba el aire amable de
la primera vez, pero se le notaba un peso encima. No debe ser fácil
tomar decisiones en un país donde la gente no siempre se porta bien.
@AmarantaHank
*Sobre la autora.
Alejandra Omaña tiene 24 años de edad y es una promesa brillante de la
literatura y del periodismo. Nació en Cúcuta, Colombia, e inició su
carrera periodística a los 18 años en la revista SoHo con artículos y
crónicas sobre el contrabando, el narcotráfico y el sicariato en la
frontera colombo-venezolana. Fue directora de la Fiesta del Libro de
Cúcuta durante 3 años y simultáneamente dirigió la emisora de la zona de
tolerancia de la ciudad. Se radicó en Bogotá huyendo de amenazas de
muerte por un artículo en el que expuso la idiosincracia delincuencial
de su ciudad. Desterrada, se hizo editora independiente de contenidos
para las editoriales Alfaguara y Random House. Últinamente ha
incusionado en el video porno, con el que apoya su discurso de defensa
de la libertad sexual femenina.
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