DIRECTO Última hora de la captura de El Chapo
La persecución ha llegado a su fin. El Chapo ha sido
detenido. Joaquín Guzmán Loera, el mayor narcotraficante del mundo, el
hombre cuyas fugas han humillado a la República de México y cuya
historia ya forma parte de la leyenda criminal, ha caído en Sinaloa, su
tierra natal, a manos de comandos de la Marina. Su apresamiento, cuyos
detalles al cierre de esta edición aún eran muy confusos, llegó, según
fuentes oficiales, tras un enfrentamiento en el que murieron cinco
personas, supuestos integrantes de su último cinturón de seguridad. Vivo
y sometido, México se enfrenta ahora al reto de encerrar y juzgar al
narcotraficante que desde hace décadas no ha dejado de burlarse de la
justicia.
Con su captura, oficializada por el presidente Enrique Peña
Nieto con un eufórico mensaje en Twitter –“Misión cumplida. Lo
tenemos”–, se pone fin a un gigantesca operación de caza y captura
iniciada el de 11 julio pasado cuando el líder del cártel de Sinaloa se
escapó por un túnel de la cárcel de máxima seguridad de El Altiplano. Su
inexplicable fuga puso en ridículo al Gobierno, hizo trizas su discurso
de seguridad y le situó ante el mayor reto de su mandato: volver a
encerrarle. Esa objetivo se cumplió esta madrugada, siempre según
fuentes oficiales, en la ciudad de Los Mochis, en Sinaloa. En un
inmueble de la localidad irrumpieron los comandos de la Marina y dieron
con el capo. El Gobierno no aclaró si los muertos se dieron en esa
operación o en alguna conexa, pero fuentes oficiales vincularon ambos
hechos.
Misión cumplida: lo tenemos. Quiero informar a los mexicanos que Joaquín Guzmán Loera ha sido detenido.
— Enrique Peña Nieto (@EPN) enero 8, 2016
El cerco en torno al líder del cártel de Sinaloa se había estrechado en
los últimos meses. Ya a finales de julio logró escabullirse en Los
Mochis y en noviembre en un rancho de la Sierra Madre. En ambas
ocasiones, se fugó en el último momento, sin apenas retaguardia e
incluso resultando herido. A cada salto, su leyenda se agigantaba. Pero
su caída era vista por la cúpula de las fuerzas de seguridad como una
mera cuestión de tiempo. Y de honor. En su captura, el presidente de la
República había empeñado su palabra y movilizado a miles de soldados,
policías y agentes de inteligencia. Estados Unidos, el gran gigante del
norte, se había sumado a la persecución. Los servicios secretos no
tenían otro objetivo. Tampoco la cúpula de seguridad. El duelo era
histórico. De su resultado dependía la credibilidad de un Gobierno
entero.
Desde un principio, la búsqueda se centró en Sinaloa, en el
denominado Triángulo de Oro. A esta agreste zona, donde El Chapo cuenta
con apoyos casi feudales, fueron desplazados los cuerpos de élite de la
Marina. Curtidos en la guerra contra el crimen organizado (100.000
muertos y 25.000 desaparecidos desde 2006), sus unidades son de las
pocas que cuentan con la confianza plena de Washington. Una valía que
quedó demostrada en 2014 con la detención del escurridizo capo, también
tras varios intentos fallidos.
La elección de Sinaloa no fue casual. Sabedor de que el presidente,
profundamente herido, iba a desatar una implacable operación de caza, el
narcotraficante decidió refugiarse en su lugar de nacimiento. Un
territorio donde el cártel goza de un poder feudal y donde la delación
se paga con la muerte. Por eso, nada más huir de la prisión del El
Altiplano, Guzmán Loera fue trasladado en avioneta hasta su tierra. Sin
estaciones intermedias. Primero a las montañas de Sinaloa y luego a las
pequeñas ciudades bajo su control. Movido por la imprevisibilidad,
apoyado por un ejército de sicarios y dueño y señor del suelo que
pisaba, muchos consideraron que su captura jamás sería posible. O que en
el caso de lograrse, vendría acompañada de un ataúd de balas.
Ninguno de estos vaticinios se ha cumplido. En la madrugada de hoy,
el mayor narcotraficante del planeta, ha sido apresado. Ahora faltan los
detalles. Pero su caída, sin duda, representa una victoria política
para Peña Nieto.
Debilitado por la tragedia de Iguala y una sucesión de escándalos de
corrupción, la huida de El Chapo había dejado la figura presidencial
malherida. Sus índices de popularidad rozaban mínimos históricos y una
de sus mayores bazas, la política de seguridad, se había convertido en
papel mojado. La sucesiva caída de capos lograda durante su mandato
quedó pulverizada de la noche a la mañana con la incomprensible huida de
Guzmán Loera de la prisión de máxima seguridad. No sólo estaba en duda
el sistema penitenciario, sino la propia confianza en el Gobierno. Sin
apoyos internos, era imposible que se hubiera dado la fuga. La mancha de
la sospecha, en un país donde las teorías de la conspiración son moneda
común, se ha extendido durante todas estos meses hasta las más altas
instancias. Con la detención del narcotraficante, la iniciativa vuelve a
estar del lado de Peña Nieto, que ahora tendrá que decidir si vuelve a
encerrarle o permite su extradición. Una decisión envenenada. Si se
queda en México y se escapa de nuevo, no habrá salvación posible para él
ni su partido. Y si lo envía a Estados Unidos, reconocerá que la
República de México no posee la solidez suficiente para encerrar y
juzgar a su mayor narcotraficante. Esa será ahora la cuestión.
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