Tengo la ilusión todavía, que me viene desde niño, en algo que se
expresaba de manera pintoresca en la defi nición del clima nuestro;
“trescientos cincuenta días de calor y quince días, esperando un frío
que no llega”. Me hizo gracia en la adolescencia y durante tantas
décadas sobrevenidas después he podido comprobar su acierto. Un frío que
no llega parecería ser nuestra impronta climática.
Ahora bien, al
llegar este presente tan excitante me asalta la idea de que estamos
sintiendo un calor distinto, oriundo de otro clima, el político, que
está sentado junto a la hoguera de un patriotismo que se llegó a suponer
por no pocos como extenuado y a punto de desaparecer.
Es un hecho
que se está asomando un ardor emanado de esa misteriosa entraña de la
patria, que para muchos de sus hijos se consideró que era cosa
desconocida, leyenda y nostalgia marchita de escasos grupos de ilusos
delirantes.
Ocurre que no. La patria se anida y refugia,
ciertamente, en un olvido aparente y es la historia la que sale a
testifi car más vigorosamente de su real existencia; de sus dimensiones
sagradas, invocables como desafío de dignidad por los hijos y las hijas
más inverosímiles; no presentidos siquiera.
La historia, pues, es
la encargada de recordarnos lo que ha sido la patria para el sacrifi cio
y el dramático compromiso con su suerte; es la historia que nos enseña
la reserva de valores y de intrepidez de un pueblo altivo, con
torturante frecuencia disminuido por los desprecios de los dominadores
de sus destinos; que por obra de intereses especiales sombríos, a fuerza
de los vicios y extravíos que acarrea el consumismo envilecedor y
desquiciante de los tiempos, lo han creído privado mortalmente de
defensa.
Ese ha sido el trágico error de los que han urdido planes
siniestros de daño a su honra; suponerlo incapaz de algún arrojo; presa
fácil de maquinaciones; “indolente y servil”, según los diabólicos
diseños para su descomposición y su ruina en la burla y el
desconocimiento a escala mundial de sus hondos méritos.
La entraña
de la patria ha sido siempre un misterioso nicho para las fi bras más
nobles de nuestros hombres y mujeres, cuanto más anónimos más abnegados y
decididos a terribles inmolaciones.
De mis primeras lecturas
retengo siempre lo narrado por una gloria sabia de nuestra patria; Pedro
Francisco Bonó quien al describir lo cruento del desenlace de Guanuma,
al sellarse la gloria de nuestra Restauración, se refería a los pies
descalzos y los harapos de nuestras huestes frente a aquel poder épico
de España, y apuntaba; “El corneta que llamaba al combate a los nuestros
vestía blusa de mujer.” Yo agregaría: no camisa de soldado: estoy
buscando descifrar los alcances de la admiración de aquel prócer nuestro
por la reciedumbre de la índole indomable del pueblo dominicano.
Y
esa es una muestra mínima, pero elocuente, que nos lleva a la
convicción de que estaba presagiada desde el momento cumbre en que María
Trinidad, en su consagración de santa de la libertad nuestra, a pocos
pasos del patíbulo, ya exclamaba: “Señor, cúmplase en mí tu voluntad y
sálvese la República.” Años después, como para que no se apagara la
llama del coraje estoico de aquella madre primigenia de la patria, el
poeta Eugenio Perdomo, también camino al patíbulo, gritaba su expresión
inmortal: “Los dominicanos cuando van a la gloria van a pie.” Así como
esas expresiones sublimes existen miles, aunque inéditas y anónimas, que
desde el hondón de la patria han brotado para impedir la humillación y
el ultraje, el abuso y el atropello.
Este pueblo, celoso de su
independencia, altivo ante quien intenta mancillar su soberanía, se ha
encontrado siempre presto al duelo y muy atento y airado ante las
repugnantes deslealtades y traiciones de los pocos perversos y facciosos
de siempre, insomnes verdugos del atributo supremo de su paz; por ello,
el pueblo aparece redivivo en este invierno, más cálido que nunca,
aguardando el llamado de sus grandes deberes.
El calor de hoy se
comienza a sentir cómo brota de la ebullición de esas sanas pasiones de
los hijos de esta tierra, que ya un legendario revolucionario de estos
tiempos modernos en nuestra América describiera al elogiarlo como
“Pequeño David, veterano de la historia”.
He meditado mucho
durante el ocaso del año nuevo y ahora, en el umbral de éste, tengo el
presentimiento de que las mejores páginas que le faltan a la historia de
la patria están por escribirse, dadas las magnitudes inmensas de los
poderes que buscan aplastarnos, así como las dimensiones de la traición
que se ha asociado a la nefasta tarea del patricidio.
Nuestro
clima moral y político no tendrá aquellos “quince días del frío que no
llega”; contará con el calor de la devoción de sus hijos y de sus hijas
ante sus apremiantes urgencias.
No en vano tanto para Duarte, como para Martí, fue verdad eterna que “la patria es agonía y deber”.
Aguardemos.
Por Marino Vinicio Castillo R. (Vincho) ;-
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