Payasos, animales entrenados, chicas y hombres ágiles desafiando la física y burlándose de la anatomía, hacían de malabaristas, equilibristas, escapistas, contorsionistas, trapecistas, titiriteros, ventrílocuos, tragafuegos, zanqueros, forzudos y magos. Era el circo, esperado y concurrido, que yo disfrutaba desde la primera fila con mi familia, hasta que, por decisión del animador, y sin consultarme, me convirtió en parte del espectáculo al sacarme del público y ponerme en manos de una suerte de prestidigitador teatral que manipulaba mi cabeza, brazos y cintura con el pretexto de entrenarme en su oficio, porque, según una voz amplificada por los parlantes era muy fácil de aprender.
El público se divertía sin parar, y en estallidos de armónicos coros de risas, sonrisas y carcajadas, daban reconocimiento a las maniobras del cirquero, mientras yo pensaba que la reacción se debía a la torpeza con que yo respondía a los estímulos o “entrenamiento” de mi “instructor”. Lo cierto era que aquellos clímax, acompañados a veces de estruendosos aplausos, eran una respuesta a la capacidad de distracción que, tras minutos de trabajo intenso para “entrenarme” en un nuevo oficio, descubrí, cuando al solicitarme por segunda vez la hora con la “intención” de saber el tiempo que tomamos en el “training”, mi reloj no estaba en mi muñeca sino en su bolsillo y, para colmo, al solicitarme mi correa para continuar en la faena de instructor, descubro, completamente desconcertado, que estaba en su cintura.
Esa experiencia que pudo incluso relajar los esfínteres de algunos agudizó mi olfato. Diría que me convirtió en sabueso, en un rastreador de distracciones, las que no surgen de manera espontánea, pues son el producto de una planificación elaborada por expertos; por gente preparada para estos fines, sea en el área de la publicidad, de la política, de la guerra, o, como vimos, en la del entretenimiento ( además de ser una práctica habitual hasta entre los ladrones de poca monta), por ello siempre pongo mucha atención en los movimientos secundarios, en los que no son visibles, ya que pudieran esconderse los fines que ocultan las escaramuzas, como los verdaderos disparos se pueden ocultar detrás del ruido de los fuegos artificiales.
La distracción es arte del engaño que a veces se queda en burda artesanía, en un producto de elaboración primaria, tan rústico que a simple vista revela la intención de la estafa, como aquellas capturas de recurrentes saltitos en el campo para evadir algún pequeño charco y que fueron convertidos en un acontecimientos noticiosos, de carácter épico, con rango histórico, en hechos de profunda significación patriótica que se repitieron en las primeras planas de los diarios, que fueron motivos de comentarios y “profundos” ejercicios conceptuales de “académicos” que convirtieron las aulas en simposios sobre el fenómeno, faranduleros que analizaron el estilo de su ropa, de comentaristas deportivos que resaltaron las condiciones atléticas del saltador; en fin, que así, como botón de muestra, mientras compraban en 28 mil pesos una estufa de mesa de 2 mil, se aplaudía el circo.
Por Manolo Pichardo ;-
mapich@gmail.com
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