Cuando en las sociedades de manera permanente y prolongada
se exhiben conductas punibles, y quienes las ostentan no son castigados,
al contrario, de estas devienen asensos políticos, económicos y
sociales, se consolida un régimen de impunidad, que produce una
regresión en valores y principios. Por consiguiente, se aplaude lo malo y
se censura lo bueno.
La nocividad de esta práctica
se asemeja a un cáncer terminal, el cual trasciende toda barrera y hace
metástasis en el conglomerado de órganos del cuerpo social, provocando
la degradación moral generalizada, que se refleja en células de
corrupción dispersas en los distintos sectores de la vida nacional.
Lo
mencionado se refleja con notoriedad, en el Índice de Percepción de la
Corrupción (IPC), año 2019, en el que en una escala de 0 a 100, en la
cual 0 representa mayores niveles de corrupción e impunidad y 100
significa más honestidad en la administración del estado, la República
Dominicana se situó entre los países de corrupción más exorbitante, con
una calificación de 28 puntos, lo que nos coloca en este aspecto como el
país No. 137 de 180 países, y con menor puntuación que el 78% de los
países de la región.
Esto podría adjudicarse a la aplicación
parcial y poco efectiva de los instrumentos legales para el combate de
la corrupción, al contubernio de los actores del sistema judicial con
quienes exhiben poder y a compromisos de clase gobernante con sectores
cuestionados a cambio de financiamiento político. Además, al auge de una
cultura de corrupción, cada vez más aceptada socialmente.
Cabe
destacar, que no todos los hechos de corrupción se cometen de manera
unilateral por funcionarios públicos, el citado estudio de Transparencia
Internacional (TI), arrojó en sus resultados, que el 23% de los
usuarios de servicios públicos pagaron sobornos en el pasado año.
Ademas
de esta, otra modalidad de corrupción que se destaca en nuestro país,
es el tráfico de influencia, mediante el cual una persona recibe un
beneficio, no por mérito, trayectoria o preparación sino por cercanía y
amiguismo.
A consecuencias de lo expuesto, nuestro país ocupa la
posición No.78 de 141 países en materia de competitividad, según el Foro
Económico Mundial (WEF). También, está entre los peores países en
materia de educación, de conformidad con los resultados de la Prueba
PISA, en la que se nos ubica en el puesto No.51 de 184 naciones
analizadas. además de ser uno de los países con mayores índices de
mortalidad neonatal y tener el quinto lugar de menor esperanza de vida
en la región, según la Comisión Económica Para América Latina y el
Caribe (CEPAL).
Frente a este flagelo no podemos continuar
aplicando la popular frase: “Al que Dios se lo dio San Pedro se lo
bendiga”. Cada vez que un funcionario público se beneficia de su vínculo
con el estado, amplía la brecha de desigualdad y reduce las
oportunidades colectivas. Este mal que carcome los cimientos del
progreso y desarrollo de nuestra nación, debe de ser combatido de manera
justa, pero inmisericorde.
Y no es que se inicie una cacería de
brujas o una persecución política arbitraria, pero que todo aquel que ha
malversado, dilapidado, enriquecido ilícitamente o practicado la
corrupción en cualquiera de sus modalidades; sea sometido a la justicia,
y sancionado con todo el rigor de la ley, respetando siempre el debido
proceso.
Es muy lamentable, pero actualmente como país solo
tenemos preeminencia en materia de impunidad y corrupción. El nuevo
gobierno tendrá un gran desafío; cambiar esos paradigmas.
Por Rony R. Mata Valencio ;-
(Abogado)
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