Desde hace unos siete años, mucha gente se
refiere a la corriente de seguidores del presidente Danilo Medina con el
término “danilismo”, posiblemente tratando de atribuirle erradamente
características propias de una corriente ideológica. Pero como sabemos,
para conformar esta última debe de existir una relación dialéctica, o
sea, la conjugación entre ideas y necesidades sociales, y está muy
claro que Danilo Medina carece tanto de ideas originales como del
interés sobre las necesidades sentidas por el cuerpo social, pues más
bien toda esa construcción la ha edificado sobre bloques de falsedades,
columnas de mentiras y de vigas de amarre de engaños, que al final nunca
ha cumplido.
Sobre esta nada envidiable particularidad, el antiguo escritor
griego Esopo afirmaba que la “mentira”, interpretada por los
“pseudólogos”, fue creada por el dios “Dolos”, la personificación de
los “engaños”, las “ardides” y las malas artes, siendo ellos parientes
de los perversos hijos que tuvo la diosa “Eris” (la discordia), mientras
trabajaba como ayudante en el taller de Hefesto -dios del fuego y la
forja-, espíritus que luego salieron de la caja de Pandora.
Se cuenta, que el dios artesano Hefesto fue distraído por unas voces
engañosas haciéndolo ausentar justo en el instante en que se fabricaba
a la diosa de la “verdad” dejando sólo a “Dolos”, quien aprovechó la
oportunidad para construir una falsa estatua idéntica a la de su
maestro. Cuando Hefesto regresó al taller quedó gratamente sorprendido
por las habilidades de su alumno, y metió las dos estatuas en el horno.
Pero al aprendiz Dolos no le había dado tiempo de terminar bien su obra
falsa, pues no pudo retocar los pies. Por ese hecho, cuando ambas
estatuas salieron del horno, “Aletheia” (la Verdad) caminaba con pasos
firmes y estables mientras que la “Mentira” lo hacía en clandestinidad,
pero con pasos vacilantes e inseguros.
El contexto anterior nos describe la esencia de lo que es realmente
el llamado “danilismo” como expresión política, pues cada uno de esos
“dioses” los encontramos presentes en cada acción de su líder que ha
contagiado como un maligno “coronavirus” a los funcionarios y adláteres
palaciegos provocando la destrucción de la credibilidad del gobierno y
el partido que lo sustenta, haciendo metástasis en las instituciones del
Estado, constituyendo la “mentira política” en su estilo de actuar
como un evidente ataque a la democracia.
El danilismo es una falsa creencia, y debe de estudiarse en términos
de su lógica degradada más que en la supuesta filosofía de la que se
deriva; más bien es una especie de secta cerrada de corte empresarial
que solo obedece al interés propio en las formas de ver lo suyo, lo que
los conduce a la superposición de sus discursos disociados de la
realidad en procura de la construcción de utopías, que luego son
bombardeadas al colectivo social a través del enorme aparato de
propaganda del gobierno y sus “altavoces” en los medios de comunicación.
Esta falsa creencia erosionada por los antivalores de la ingratitud,
la envidia, el odio, los complejos y el resentimiento, son los bajos
valores humanos que doblegan su sano razonamiento, que identifica al
danilismo como la personificación de los dioses griegos de los
Pseudólogos como dioses de las mentiras y las falsedades.
Para ese clan, la mentira política es “el arte de hacer creer al
pueblo falsedades saludables con vistas a un buen fin”, tal como lo
planteara el escritor satírico irlandés, Jonathan Swift en su obra
“Arte de la mentira política” (1773), siendo el ejemplo más elocuente
la rendición de cuentas del 27 de febrero pasado.
En este sentido, constituiría un ejercicio estéril hacer una encuesta
entre la ciudadanía para saber que la mayoría de la población cree que
la mentira política, junto a sus parientes del engaño, del fraude y el
dolo se han institucionalizado en todo el aparato del Estado,
generando una crisis de credibilidad que va desde la Junta Central
Electoral, los principales ministerios hasta las alturas más encumbradas
del gobierno, lo que ha provocado que en la mente de muchos se piense
que el ejercicio noble de la política sea visto como un negocio sucio
de unos pocos funcionarios, una actividad cuyos escrúpulos fueron
echados al zafacón, desvergonzada y que le sale muy costosa a los
ciudadanos, además de ser practicada por supuestos políticos
“improvisados” ávidos de poder, que rayan en la patología psicológica
de la mitomanía, de la traición artera, de la corrupción inescrupulosa,
que solo buscan en el oportunismo poco honorable el beneficio
particular de una facción encumbrada a costa de una mayoría partidaria
atemorizada por las amenazas y métodos que recuerdan a la Cosa Nostra.
Para ellos la mentira se calcula, se refina y luego se suministra
en dosis de propaganda de todo tipo. Son diseñadas con cuidado de
relojería por verdaderos artistas del engaño, príncipes del espejismo y
por artesanos de la ilusión. Afortunadamente, en los últimos años sus
fracasos son notables, y estables mientras que la “Mentira” lo hacía
en clandestinidad, pero con pasos vacilantes e inseguros.
El contexto anterior nos describe la esencia de lo que es realmente
el llamado “danilismo” como expresión política, pues cada uno de esos
“dioses” los encontramos presentes en cada acción de su líder que ha
contagiado como un maligno “coronavirus” a los funcionarios y adláteres
palaciegos provocando la destrucción de la credibilidad del gobierno y
el partido que lo sustenta, haciendo metástasis en las instituciones del
Estado, constituyendo la “mentira política” en su estilo de actuar
como un evidente ataque a la democracia.
El danilismo es una falsa creencia, y debe de estudiarse en términos
de su lógica degradada más que en la supuesta filosofía de la que se
deriva; más bien es una especie de secta cerrada de corte empresarial
que solo obedece al interés propio en las formas de ver lo suyo, lo que
los conduce a la superposición de sus discursos disociados de la
realidad en procura de la construcción de utopías, que luego son
bombardeadas al colectivo social a través del enorme aparato de
propaganda del gobierno y sus “altavoces” en los medios de comunicación.
Esta falsa creencia erosionada por los antivalores de la ingratitud,
la envidia, el odio, los complejos y el resentimiento, son los bajos
valores humanos que doblegan su sano razonamiento, que identifica al
danilismo como la personificación de los dioses griegos de los
Pseudólogos como dioses de las mentiras y las falsedades.
Para ese clan, la mentira política es “el arte de hacer creer al
pueblo falsedades saludables con vistas a un buen fin”, tal como lo
planteara el escritor satírico irlandés, Jonathan Swift en su obra
“Arte de la mentira política” (1773), siendo el ejemplo más elocuente
la rendición de cuentas del 27 de febrero pasado.
En este sentido, constituiría un ejercicio estéril hacer una encuesta
entre la ciudadanía para saber que la mayoría de la población cree que
la mentira política, junto a sus parientes del engaño, del fraude y el
dolo se han institucionalizado en todo el aparato del Estado,
generando una crisis de credibilidad que va desde la Junta Central
Electoral, los principales ministerios hasta las alturas más encumbradas
del gobierno, lo que ha provocado que en la mente de muchos se piense
que el ejercicio noble de la política sea visto como un negocio sucio
de unos pocos funcionarios, una actividad cuyos escrúpulos fueron
echados al zafacón, desvergonzada y que le sale muy costosa a los
ciudadanos, además de ser practicada por supuestos políticos
“improvisados” ávidos de poder, que rayan en la patología psicológica
de la mitomanía, de la traición artera, de la corrupción inescrupulosa,
que solo buscan en el oportunismo poco honorable el beneficio
particular de una facción encumbrada a costa de una mayoría partidaria
atemorizada por las amenazas y métodos que recuerdan a la Cosa Nostra.
Para ellos la mentira se calcula, se refina y luego se suministra
en dosis de propaganda de todo tipo. Son diseñadas con cuidado de
relojería por verdaderos artistas del engaño, príncipes del espejismo y
por artesanos de la ilusión. Afortunadamente, en los últimos años sus
fracasos son.
Por Rafael G. Guzmán Fermín;-
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