En el país hay amplios sectores con deseos acumulados de cambios y de
mejoría de las cosas en distintos órdenes. Y es lógico suponer que,
desaparecidas las acciones golpistas de la derecha y las inmolaciones de
las izquierdas en nuestras montañas, la conquista del poder político
hay que procurarla por vías democráticas, a través de las urnas. Claro
que a partidos y a votantes el órgano electoral debe garantizarles un
proceso transparente y un sistema de conteo efectivo, que no tuerza la
voluntad del sufragante ni altere el resultado final del torneo.
Porque a
pesar a los avances logrados a partir de la desaparición de la
dictadura trujillista y del duro período de doce años de las gestiones
de Balaguer, todavía arrastramos una gran debilidad en materia
institucional y los lastres de una vieja cultura de fraudes electorales.
Aun con reformas y nuevos jueces, las malas prácticas encuentran manos
largas para hacer de las suyas. De ahí, de esas experiencias traumáticas
en el tiempo, las dudas y la pérdida de confianza. De modo recurrente -
y sin importar el partido ni el color que use el mismo-, solo hay que
estar en el gobierno y tener el control del poder, para que el equipo
que lo ejerza se quiera perpetuar y haga uso (y abuso) de recursos
públicos buscando seguir; muchas veces sin reparar un ápice en que
violan leyes, cometen delitos electorales, atentan contra la equidad, y
hasta se apartan de la más elemental prudencia que debe rodear todo
proceso democrático. Queremos democracia, pero sin actuar -ni
comportarnos- como demócratas ni garantes de la institucionalidad.
Creemos siempre que el poder lo puede todo o que desde el mismo todo se
puede. Y en verdad, es porque tenemos problemas con los límites y las
consecuencias frente a los desbordamientos. Además, porque con
frecuencia el que gobierna encuentra en el camino cómplices,
“complacientes” o amanuenses que le tienden alfombras (¿). No todos los
actores públicos cargan pesado y actúan con firme responsabilidad,
rechazando la tesis autoritaria de que “el poder no se desafía”. Sí, se
puede y se debe, cuando se tiene el valor y la entrega para reconocer
que la verdad, la razón y la ley están primero, y que no entran en
juego. En todo proceso, el árbitro no solo debe ser responsable y serio,
sino también parecerlo. Entonces, debe evitar toda decisión o empleo de
sistema que, por dudas y sospechas, afecten su imagen y que, por los
daños y disgustos provocados, lleven a alterar la paz y a quebrar el
orden social.
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