Esos gobiernos de fuerza se caracterizaron por las violaciones de todos los derechos ciudadanos, empezando por su libertad individual, pasando luego a la reclusión sin juicio, hasta culminar con la vida de los perseguidos.
Fue una etapa muy dura para las personas que pensaban distinto a los regímenes de turno.
Sin embargo, ninguno de esos gobiernos se atrevió nunca a asaltar una embajada extranjera para capturar a un perseguido que logró llegar para pedir protección.
Por el contrario, y aun a regañadientes, propiciaron la salida de los refugiados mediante el otorgamiento de un salvoconducto.
Todo el andamiaje internacional que protegía esos derechos fue echado al piso la noche del viernes por el Gobierno ecuatoriano, cuando sus fuerzas policiales asaltaron la Embajada de México en Quito para reducir a prisión a un dirigente político y ex vicepresidente del país—el ingeniero Jorge Glas—, quien alega que se le juzga de manera injustificada.
La irrupción en la sede diplomática siguió a la negativa hace unos días del Gobierno mexicano a un pedido de la cancillería ecuatoriana para que se le permitiera ingresar a su Embajada.
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Pocos días después de esa inaudita petición, México comunicó haber acogido la solicitud de asilo del político, decisión que dio lugar al atropello que ha sido condenado—aunque muchos de manera tibia—por la mayoría de los países del continente.
Y es que si el derecho internacional, las convenciones sobre la inviolabilidad de las sedes diplomáticas y el derecho de asilo no sirven para nada, entonces el mundo se encamina irremisiblemente al imperio de la barbarie.
Es lamentable lo que está sucediendo en Ecuador, porque de un tiempo acá, el estado de derecho y la solemnidad de las instituciones, el derecho a la vida y la civilización, se han convertido en ese país en una despreciable caricatura.
Tomado del editorial del
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