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jueves, julio 14, 2022

Mi encuentro con Jean Alain

"La conversación duró casi cuatro horas e incluyó un almuerzo servido en el salón de la reunión"...  

Santo Domingo;- Pocos días antes de presentar su acusación sobre el caso Odebrecht, recibí, a través de un amigo común, una invitación del entonces procurador Jean Alain Rodríguez. Me sorprendió la gentileza, consciente de haber ganado mucha desafección entre funcionarios del pasado gobierno. Le dije al emisario que aceptaba. La entrevista se convino para la semana siguiente al día de la cortesía.

Me presenté antes de la hora. Recuerdo que faltaban ocho minutos para las once de la mañana. Esa circunstancia no motivó ninguna espera. Tomé el ascensor desde el parqueo del sótano de la Procuraduría y ya en el piso fui conducido por el personal de protocolo a la sala de conferencia. Allí, levemente ansioso, estaba Jean Alain. Su traje, azul cobalto, le estampaba al funcionario cierto garbo ejecutivo, a lo Wall Street. No bien asomé a la puerta me arropó con un solícito abrazo que quise reciprocar a pesar de mi torpeza. Al invitarme a sentar me pidió el celular, que él mismo llevó a su despacho. Entonces entendí el carácter reservado de la reunión. 

La  conversación duró casi cuatro horas e incluyó un almuerzo servido en el salón de la reunión. Fue un menú mediterráneo de pastas y pescado con vino blanco Chardonnay, si mi memoria es consecuente. No divulgaré nada confidencial; el respeto me obliga. Apenas recrearé impresiones sueltas. 

El procurador descorchó la plática con una motivación alentadora: me dijo que su interés era edificarme sobre los esfuerzos de su despacho para llevar a cabo las investigaciones del caso Odebrecht, así como los tropiezos hallados en el camino. Lo hacía, según sus palabras, porque no le parecían políticas ni malintencionadas mis críticas. 

No tenía motivos para desconfiar de su franqueza, así que, redimido de todo prejuicio, me dispuse a escucharlo. Hablamos sin ambages y entendí muchas cosas que me dejaron un gusto agridulce. A la par, me invitó a darle cualquier consejo, orientación o hasta reproche en la convicción de que los valoraría en su justo peso. 

El avance de los intercambios fue revelando a un Jean Alain extrañamente intemperante: de una expresión sincera, quebradiza y turbada, cambiaba, en trances inadvertidos, a otra altiva y recia. Esas viradas se alternaban según los temas tratados y las apelaciones que de vez en cuando le hacía con la franqueza que me provocaba su apertura. 

Después de evocar las circunstancias en que nos conocimos, cuando él apenas era un abogado asociado de una firma legal, clavé mi mirada en sus ojos y sin recelo le inquirí: ¿Qué le espera a Jean Alain después de ser procurador? 

La pregunta fue para él incitante, tanto que, ya relajado, se reacomodó en su asiento, alzó el pecho y suspiró hondamente. Tanteando cada palabra me dijo que era una persona materialmente realizada y que esa circunstancia prometía un retiro anticipado. Su paso más cercano, después de dejar la Procuraduría, era correr en la política. Para acreditar tal elección me explicó que de joven conocía al profesor Juan Bosch y que la visión ética del político lo había influenciado tempranamente. Me recordó que su padrastro, Rafael Calventi Gaviño, era primo hermano de Juan Bosch y parte de su intimidad familiar. 

Mi pregunta no fue complaciente; con ella encuadraría el contexto del adeudo que mi contertulio cargaba sobre sus hombros. Le dije que con el caso Odebrecht tenía en sus puños todos los resortes para empujar una aspiración política prometedora. Bastaba con hacerlo según las convicciones que había recibido y sin consentir a ningún propósito ajeno.

Le recordé lo que pensé de Francisco Domínguez Brito cuando en parecida disyuntiva decidió ceder hasta claudicar, malogrando así una carrera política prominente. Era la oportunidad que no podía disipar y que determinaría no solo su suerte política, también su retrato histórico. Sus ojos rutilaban, como sospechando el futuro que despuntaba en cada palabra, pero creo que, a pesar de las aparentes vacilaciones, había sucumbido a las provocaciones; si tuvo intenciones propias, ya las había abandonado.

Creo que haber gestionado el caso Odebrecht de la manera que lo hizo le dio la discreción para apetecer y tener lo que codiciaba. Era la compensación implícita por su lealtad política. Me parece que eso explica los desafueros y excesos que se relatan en la acusación. Desvaríos que no parecen ser no solo de un funcionario vinculado a la Justicia, sino de una persona con claridad de espíritu. 

Pienso que haber librado a Danilo Medina y a algunos de sus funcionarios (con la exclusión de Punta Catalina y el financiamiento de la campaña por parte de Odebrecht) hizo de Jean Alain el muchacho consentido del Gobierno; el hijo que Medina no tuvo. Jean Alain fue usado y él se dejó usar dócilmente. Le agradó anularse. El trabajo confiado no era para torpes. Suponía subvertir su propia acusación y aparentar que investigaba lo que no quería encontrar; urdir una trama selectiva para imputar a gente de gobiernos anteriores y dejar impunes a los beneficiarios de sobornos del propio gobierno. El joven procurador logró asegurarle la indemnidad a ese grupo y de paso despejarle la reelección a Danilo Medina, único salvoconducto para cuadrar la impunidad que felizmente no pudo consumarse y el proyecto continuista que tampoco pasó. 

La otra opción de Jean Alain era denunciar los cercos políticos que lo confinaban y obrar según los dictados de su sana conciencia. Eso implicaba rebelarse, declarar y renunciar. Estoy seguro de que si esa hubiese sido su elección hoy sería una promesa política aclamada. El punto es que en su enajenación el joven funcionario creyó que podía quedar bien con Dios y con el diablo y recibir de golpe fama, dinero y poder. Fantasías que se evaporaron sin darse cuenta en un giro insospechado de vida.

Jean Alain es inocente hasta que una sentencia irrevocable dicte lo contrario; cada imputación será respondida por su defensa con las debidas garantías en un juicio justo e imparcial. Seré defensor categórico de sus derechos procesales, no así de su inocencia. No me compete. La presunción de inocencia, que igualmente respeto, tampoco me vincula como para no otorgarle méritos a una acusación como la presentada, sustanciada en derecho y soportada en pruebas consistentes. El patrón revelado en las actuaciones y omisiones de este muchacho expone un frío desprecio por el sistema de consecuencias, ese que nunca pudo estrenar su gestión en la persecución de la corrupción pública. Había que estar muy convencido de su inutilidad para obrar como dice el Ministerio Público que lo hizo Jean Alain. 

En el camino de regreso a Santiago, donde vivo, conducía abstraído rescatando detalles íntimos de aquella plática. Me quedé varado en un pensamiento que de forma instintiva se hizo audible: ¡Pobre muchacho! ¡Pobre país!

Por José Luis Taveras ;-
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