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La rendición de cuentas que la Constitución ordena al presidente de la República realizar cada 27 de febrero ante las Cámaras Legislativas reunidas en sesión conjunta es un ejercicio que confiere al jefe del Estado un escenario propicio y propio.
Es lo que podemos definir como “el escenario del presidente”, pues constituye el espacio reservado para que el mandatario se explaye en presentarle al pueblo todo lo que entiende el pueblo quiere escuchar. Sin embargo, lo que tenemos conocido es que cada dominicano quiere que el presidente le pronuncie “su discurso”, razón por la cual es poco menos que imposible que una alocución presidencial pueda complacer a todo el auditorio.
Máxime en una sociedad tan politizada como la dominicana, donde todos tenemos algo que decir, aunque no seamos llamados.
De ahí que resulten entendibles las reacciones al discurso del presidente Luis Abinader el pasado domingo 27, pues fue lo que sucedió con alocuciones de Joaquín Balaguer, Antonio Guzmán, Salvador Jorge Blanco, Leonel Fernández, Hipólito Mejía y Danilo Medina.
Hablo de los presidentes de la etapa democrática, puesto que sería una aberración referirnos a lo que hubo antes de la memorable noche del 30 de mayo de 1961.
Al presidente Abinader se le señalan las omisiones—supuestas o reales—de temas esenciales que no tocó en su disertación, así como de que pintó un país muy distinto al real.
Es decir, que las maravillas dibujadas por el jefe del Estado solo están en su cabeza. O más o menos, así. Y nos remontamos nuevamente a la historia reciente para decir que “nada nuevo bajo el Sol”.
Ahora bien, ¿a qué presidente se le puede pedir que acuda a un escenario donde el espectador es todo el país, a proclamar que estamos jodidos y que no hay esperanza?
El primero y el máximo exponente del optimismo tiene que ser, siempre y en todas las circunstancias, el presidente de la República, quien está obligado a transmitirnos a los gobernados la mayor dosis de fe y esperanza.
En una coyuntura apremiante como la que hemos vivido los dominicanos y como la que se avizora a partir de los graves acontecimientos a que está abocado el mundo, pedirle al mandatario que nos abrume con malas noticias sería como pedirle que se suicide.
Para dar malas noticias están los medios de comunicación y los políticos de oposición, cuya función es los unos, identificar los problemas y ponerlos en contexto, y los otros, servir de contrapeso al poder y reclamarle que actúe.
Lo demás es un ejercicio democrático que, de todos modos, viene a ser saludable para la buena gobernanza y la dinámica del quehacer político.
Por: Nelson Encarnación;-
@VisionGlobalRD
Nelsonencar10@gmail.com
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