Créalo o no, se impone una verdad cada vez más obvia: gobernar un país como el nuestro es más difícil que dirigir los Estados Unidos de América. Y para anticiparme a las reacciones, aclaro: no hablo de las responsabilidades del cargo, aludo a las complejidades de la gestión.
Las estructuras de poder en la primera potencia mundial son orgánicamente robustas, operativamente autónomas y financieramente autosuficientes. El presidente de los Estados Unidos solo dirige el Estado federal, que a su vez administra una burocracia centralizada de agencias y departamentos con estatus, presupuestos y funciones propias. No interviene políticamente en la vida de los estados, aunque es responsable de la seguridad interior y exterior del país. El presidente de una república unitaria, en cambio, controla prácticamente todo. En nuestro caso y por cultura política, se ocupa desde el pago de una cirugía a un indigente (por citar algún ejemplo) hasta una alta decisión de seguridad nacional. Nuestro presidencialismo, tan paternalista como absorbente, no discrimina campos: es arbitrario, difuso e invasivo.
El primer reporte que cada día recibe el presidente de la República es del Departamento Nacional de Investigaciones (DNI). Ese informe retrata las inéditas atenciones que debe prestar el presidente en un país endiabladamente pequeño: desde las liviandades de los funcionarios, las entrelíneas de la prensa, los corrillos y rumores de las calles hasta las incidencias en los controles fronterizos. No me imagino al presidente de los Estados Unidos reci- biendo un despacho con notas tan folclóricas. En cierta ocasión un funcionario de un pasado gobierno fue requerido al despacho del presidente para que confirmara o desmintiera sus asiduas visitas a los moteles, inclusive durante los días laborables, y no precisamente con su esposa. La delación resultó de un informe de inteligencia.
Hemos tenido gobernantes de todo tipo: intelectuales, hacendados, militares, abogados, empresarios y hasta clérigos. Nos ha faltado una mujer, omisión imputable al machismo de Estado. Igualmente hemos contado con una colorida antología de temperamentos: machotes, narcisistas, esquizoides, compulsivos, intemperantes, licenciosos, bufones, maniáticos, depresivos, mitómanos y trogloditas. En algún momento todas esas exquisiteces estuvieron servidas en una sola personalidad. Báez, Lilís y Trujillo fueron un señor banquete.
Cincuenta y siete presidentes nos han gobernado y cada uno ha ocupado un espacio medido por circunstancias generalmente críticas. Solo entre siete (Santana, Báez, Heureaux, Trujillo, Balaguer, Fernández y Medina) se cuentan 108 años de gobierno, es decir las dos terceras partes de la vida republicana; los restantes 50 presidentes consumieron apenas 69 años, lo que indica que llegar al Palacio es una oportunidad tan suspirada como milagrosa. Quien sube no quiere bajar.
La República Dominicana ha vivido cambios fascinantes en los últimos cincuenta años. En ese tramo hemos casi triplicado la población; la economía cambió su perfil de base agrícola a una estructura de servicios; nuestro PIB nominal casi se centuplica; de un modelo de sustitución de importaciones transitamos a una economía abierta y globalmente integrada; tenemos una población mayoritariamente joven con otros hábitos de consumo y nuevas expectativas del bienestar; disfrutamos de mayor conexión con el mundo y acceso a la tecnología; Tokischa es un fetiche, el Alfa un fenómeno y “perreamos duro” con el reguetón. Somos otra cosa.
Pese a esa movilidad, el pensamiento político ha retrocedido. Pocos momentos de nuestra historia han estado tan ideológicamente desabrigados. Si hay alguna noción que pueda graficar esta hambruna es la que de forma atrevida yo he apelado como “la ideología de la intemperie”, una construcción maleable, vacía e inconclusa de la política en la que ella pierde su lógica conductora de las aspiraciones colectivas para asumir el contenido y la forma que le dan los intereses de ocasión. En este contexto la práctica política es solo un recurso instrumental para llegar al Estado a través de los partidos políticos, reducidos hoy a estructuras electorales de temporada.
Los políticos no saben qué es ni para qué sirve la política más allá del poder. Quienes viven de ella lo hacen por pretensiones caprichosas, por ganar un nombre público o coronar una carrera de vida. Ahí se perdió todo sentido de trascendencia colectiva. Las rutas que siguen la sociedad y su liderazgo político no solo son paralelas: están en las antípodas. Ese desencuentro hará piruetas hasta que haya estabilidad económica, única razón por la que la sociedad no toma determinaciones de choque. Pero aun esa actitud está cambiando. Hay un cansancio social que toca techo y decisiones que lucen irreversibles. Las pasadas elecciones fueron apenas un tímido ensayo.
En medio de esta silenciosa crisis ya se oye una jauría de ilusos con sueños presidenciales confirmando la queja de Moncito Dájer, mercante de frutas y vecino de trabajo, quien en cada devuelta de monedas suelta una de las letanías de Chochueca: “... y recuerda que aquí cualquier viralata sueña con ser presidente”.
Y no solo sueñan, algunos han llegado; a otros les ofusca el regreso. Ya siento el espanto solo de proferir los nombres de ciertos aspirantes. Es inevitable pensar en sus privaciones de pensamiento a pesar de tener títulos universitarios. Dudo que algunos, aparte de los textos y las viejas cátedras, hayan leído un libro completo en su vida. Y no es que aspiremos a eruditos, sino a gente con visiones abrevadas de experiencias altas de vida fuera del empirismo aldeano. De esos conozco de primera fuente sus precariedades conceptuales, esas que creen disimular con retóricas eufóricas zurcidas de clichés. Arman un discursillo con frases enlatadas y con ese cansado pertrecho salen a recoger la lealtad descerebrada, esa que aporta el voto gástrico. Son teóricos de lo obvio o de lo que todo el mundo sabe, la única diferencia es que ellos lo dicen.
Ya algunos han escogido sus temas predilectos de la confitera, esos thriller que conectan y excitan tanto como el problema haitiano. Con salidas simplonas, pero estridentes, solo dicen lo que a la gente común le gusta oír, sin proponer un plan, una ingeniería, un orden, una estrategia, una política. Otros se acreditan en su currículo público para decir que merecen estar, como si esas posiciones las ocuparan los más competentes. Acumular funciones públicas dice poca cosa en la cultura del empleo político en la República Dominicana, la que lejos de privilegiar al talento opta por la militancia o el partidismo. Con base en ese criterio, mis candidatos serían Amable Aristy Castro o Carlos Amarante Baret. ¿Han leído sus currículos de vida pública? Creo que en el 2024 abriremos una cartelera circense atestada de payasos. Estoy tan intranquilo que ya me tienen escribiendo sobre esto.
Me alienta, en cambio, la expectativa de que la población demande otros perfiles y liderazgos más orgánicos. Y no es para menos: les llegó el momento a los gobernantes cabales, esos que no pasan por una presidencia para vivir una fantasía personal o para aplazar, matizar, dilatar o endeudar como lo han hecho casi todos. Mujeres y hombres que aborden con planes los problemas que nadie ha tocado desde que nos constituimos en nación, que enfrenten los intereses de siempre, que no le huyan a los retos de las grandes reformas y que le den a esta sociedad el merecido derecho al futuro. Líderes que tomen al toro por los cuernos sin esperar los vítores.
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