La táctica fue impulsar varias candidaturas de
aspiraciones presidenciales dentro del PLD, con la finalidad de
inducir la movilización de nuevos liderazgos. La estrategia bien
trazada, bajo dispositivo estático, fue disolver las pretensiones
plurales y sustituirla en el momento oportuno por un pre candidato
previamente seleccionado, no por las bases de la organización, sino por
los designios palaciegos, adherido al tejido orgánico del abortado
proyecto reeleccionista.
Dirigentes de la categoría política en sucesión real, como Reynaldo Pared, fueron echados a un lado, identificado Gonzalo Castillo, tras bastidores, como la ficha adecuada por su filiación absoluta con los intereses de la cúpula presidencial. Otros como Domínguez Brito, proclive a la aceptación de sectores de clase media, fueron desdeñados olímpicamente. La llamada de Pompeo había paralizado la reelección presidencial de manera tajante, y de ahí surgieron los plurales candidatos, algunos de los cuales gastaron sus ahorros creyendo en la bohonomía de su majestad presidencial.
La táctica funcionó precariamente, pero fragmentó la organización, la venganza no se hizo esperar, en todos los niveles se desplomó la fortaleza interna del PLD. En los últimos recorridos electorales el vacío de las figuras principales se percibía. Era gris el entorno. Y algunos, que reaparecieron, hacían muecas cuando intentaba sonreír.
La táctica elaborada a la carrera, cuando la reelección se quedó con “el moño hecho”, bosquejó la crónica de una derrota electoral inminente. Al final la táctica zozobró. La táctica se “tragó la estrategia”. El gran táctico sufriría derrotas fundamentales. La imagen de “guía organizador victorioso” fue despedazada por los resultados.
Era de esperarse la autocrítica severa. Y advino la prepotencia. La culpa era de los compañeros de las bases que no podían trabajar sino era con dinero, con la “logística”. Abdicar del análisis social y político coyuntural, para echar la culpa a la base de su partido, sin reparar en el tejido inorgánico de su candidato presidencial, en su ausencia absoluta de carisma y en sus torpezas políticas, constituyó un adefesio. No reparar en la caída vertical de la unidad peledeísta, insistir como una necedad en la supresión del adversario interno, en vez de neutralizarlo, llegando a la miopía de valorar los efectos “mínimos” de la disensión convertido en cisma, por un guarismo porcentual, y no por los efectos catastróficos que genera toda división en períodos electorales, desdice mucho del genio táctico, que ahora sale a defender a la cúpula reeleccionista en desbandada ética. La táctica del gran táctico, despedazada por el proceso electoral reciente, requiere de una autocrítica severa, exige un análisis de coyuntura y una reflexión sobre el poder absoluto del Estado.
Uno tiene derecho a exigir una reflexión profunda. Y que nos explique cómo fue posible que fuera derrotado el “Estado zafacón”, las visitas sorpresas, el clientelismo en su máxima expresión. Echarle la culpa a las bases no es un análisis correcto, cojea, adolece de liderazgos fallidos.
Dirigentes de la categoría política en sucesión real, como Reynaldo Pared, fueron echados a un lado, identificado Gonzalo Castillo, tras bastidores, como la ficha adecuada por su filiación absoluta con los intereses de la cúpula presidencial. Otros como Domínguez Brito, proclive a la aceptación de sectores de clase media, fueron desdeñados olímpicamente. La llamada de Pompeo había paralizado la reelección presidencial de manera tajante, y de ahí surgieron los plurales candidatos, algunos de los cuales gastaron sus ahorros creyendo en la bohonomía de su majestad presidencial.
La táctica funcionó precariamente, pero fragmentó la organización, la venganza no se hizo esperar, en todos los niveles se desplomó la fortaleza interna del PLD. En los últimos recorridos electorales el vacío de las figuras principales se percibía. Era gris el entorno. Y algunos, que reaparecieron, hacían muecas cuando intentaba sonreír.
La táctica elaborada a la carrera, cuando la reelección se quedó con “el moño hecho”, bosquejó la crónica de una derrota electoral inminente. Al final la táctica zozobró. La táctica se “tragó la estrategia”. El gran táctico sufriría derrotas fundamentales. La imagen de “guía organizador victorioso” fue despedazada por los resultados.
Era de esperarse la autocrítica severa. Y advino la prepotencia. La culpa era de los compañeros de las bases que no podían trabajar sino era con dinero, con la “logística”. Abdicar del análisis social y político coyuntural, para echar la culpa a la base de su partido, sin reparar en el tejido inorgánico de su candidato presidencial, en su ausencia absoluta de carisma y en sus torpezas políticas, constituyó un adefesio. No reparar en la caída vertical de la unidad peledeísta, insistir como una necedad en la supresión del adversario interno, en vez de neutralizarlo, llegando a la miopía de valorar los efectos “mínimos” de la disensión convertido en cisma, por un guarismo porcentual, y no por los efectos catastróficos que genera toda división en períodos electorales, desdice mucho del genio táctico, que ahora sale a defender a la cúpula reeleccionista en desbandada ética. La táctica del gran táctico, despedazada por el proceso electoral reciente, requiere de una autocrítica severa, exige un análisis de coyuntura y una reflexión sobre el poder absoluto del Estado.
Uno tiene derecho a exigir una reflexión profunda. Y que nos explique cómo fue posible que fuera derrotado el “Estado zafacón”, las visitas sorpresas, el clientelismo en su máxima expresión. Echarle la culpa a las bases no es un análisis correcto, cojea, adolece de liderazgos fallidos.
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