Mamá murió y el mundo se volvió un caos,,,,
No hay lugar para la
metáfora. Florita murió el viernes 6 de marzo por la noche. Los días
siguientes la pandemia del coronavirus estalló, pero yo me enteré muy
poco de las novedades. Después de cremarla, me refugié en casa de mi
hermana Lupita en las afueras de la ciudad de México.
Sólo podía dormir,
cocinar, comer y llorar, en desorden. Por primera vez en décadas, ni ganas tuve de mirar periódicos. Menos las redes sociales.
No
llegué a la escala Jared Leto, que por andar doce días en un retiro
espiritual no entendió nada cuando volvió a una vida cotidiana que ya no
era tal, pero cuando asomé de nuevo a la realidad exterior, el mundo ya era otro. Uno inverosímil.
Claro
que sabía que el coronavirus se estaba expandiendo de China para el
resto del planeta, sólo que no le di mayor importancia. Incluso me
molestó que el tema copara la agenda mediática. Me parecía que la
exageración se debía a que era una pandemia primermundista. Me quejé con
varias amigas. "Si sólo hubiera coronavirus en África, a nadie le importaría",
les dije. Hasta bromeamos con las ganas de estar en cuarentena para
descansar y leer todos los libros y ver todas las series pendientes. Así
de peligrosa puede ser la soberbia intelectual.
Soñé que paseaba con mi mamá. La llevaba en su silla de
ruedas por unas calles a ratos porteñas, a ratos chilangas. Buenos Aires
y la ciudad de México eran una misma. En una vereda, mamá comenzaba a
diluirse
En
esas estaba cuando mis hermanas me avisaron que la salud de mamá
empeoraba. Era domingo 1 de marzo. Desde Buenos Aires, en donde vivo
hace 17 años, le hablé a mi primo Jesús, su médico personal, para
preguntarle si debía volar ese mismo día a México o si podía viajar el
siguiente fin de semana. La pregunta implícita, lo sabíamos los dos, era si la alcanzaría a ver viva. "Si
llegas el sábado está bien", me dijo. Esos cinco días antes de partir
reforcé el piloto automático que había aplicado en Buenos Aires durante
las últimas semanas. Escribí algunas notas sobre el incipiente
coronavirus en Argentina y en América Latina, cancelé una fiesta y fui a
un par de reuniones sociales.
El miércoles soñé que paseaba con
mi mamá. La llevaba en su silla de ruedas por unas calles a ratos
porteñas, a ratos chilangas. Buenos Aires y la ciudad de México eran una
misma. En una vereda, mamá comenzaba a diluirse. Yo, atónita, trataba
de sostenerla. Era imposible. Desaparecía entre mis manos. Desperté a la
madrugada con una tristeza infinita. Ya no pude dormir.
Mi avión
salía en las primeras horas del sábado, así que el viernes por la noche
me dio tiempo de salir a cenar con mis amigos Sebastián y Pablo y de
seguir criticando la –todavía para mí- absurda histeria por el
coronavirus.
Mientras reíamos y tomábamos vino y comíamos carne y
pastas en el barrio de San Telmo, mamá murió en su casita de la colonia
Morelos.
Mi familia prefirió no avisarme para evitar que viajara
con más angustia. Yo seguía en automático y logré dormir casi todo el
vuelo. Eso sí, me lavé las manos como nunca antes. Se ve que las campañas surten efecto hasta en los más escépticos.
Pamela,
mi sobrina, había quedado de recogerme en el aeropuerto. Cuando salí,
también me recibieron mis hermanas Claudia y Alicia y mi cuñado Álvaro.
Eran muchos. Supuse que estaban preocupados por mí. Todavía atolondrada,
los saludé rápido y les pedí que me dejaran sacar dinero mexicano en un
cajero. El plan inicial era ir directo a casa de mamá. Ya con la plata
en la mano, mis hermanas me apartaron.
"Manita, hay cambio de planes. Mamá murió anoche… nos vamos a ir al velorio", me dijo Alicia. Claudia y ella me abrazaron.
"Sí,
está bien, qué bueno", les dije. Sonreí. Mis ojos permanecieron secos.
Después entendí que en ese momento había entrado en shock.
Umbral del dolor
Yo ya quería que mamá muriera.
Más bien, que ya no sufriera. Y la muerte era la única alternativa.
Llevaba
poco más de dos años enferma. Dos años en los que Rocío, Lupita,
Alicia, Eduardo, Norma, Israel, Claudia y yo, sus hijos, estuvimos
atrapados bajo una loza de desazón.
Del errado diagnóstico inicial
de Alzheimer pasamos a una cirrosis hepática. Mucho más no puedo contar
porque tengo una negación para las explicaciones médicas. No entiendo
ni retengo la información. Sólo supe que, a sus casi 80 años, mamá
padecía una cirrosis aunque nunca había bebido, ni fumado, ni tenido
ningún vicio. El único, quizá, fue trabajar para mantenernos y
educarnos. Fuimos la razón de su vida.
Florita era nuestra ancla y cobijo. Un
tronco sólido, con una fortaleza y capacidad de amor sorprendentes
dadas sus circunstancias. Nació sin nada, ni siquiera tuvo padres, y
desde niña debió salir a trabajar a las calles para vender buñuelos y
atoles en ferias ambulantes. Israel, mi papá, también fue abandonado por
su padre.
Muy jóvenes, casi adolescentes, iniciaron juntos una
familia a la que protegieron al extremo. Hubo pobreza, hacinamiento,
enfermedades, adicciones y sinfín de problemas, cómo no, con tantos
hijos, pero también nos inculcaron la certeza de su presencia, ayuda y amor. Su incondicionalidad. Mis hermanos y yo sabíamos que nunca nos iban a dejar solos como sus padres habían hecho con ellos.
Ya
de jubilado, con la familia crecida con nietos y bisnietos, a papá le
gustaba que los visitáramos, que nos amontonáramos en la casa y lo
consintiéramos. Demandaba compañía. Mamá, en cambio, fingía y actuaba
distante porque, decía, no le gustaba "dar molestias" ni depender de
nadie.
Por eso siempre pensé que sus muertes serían diferentes,
que mamá moriría rápido para no "dar molestias", a diferencia de papá,
que murió después de una enfermedad que duró seis meses que nos
parecieron eternos.
Nos costó mucho superar el desconcierto, la incredulidad
que nos produjo ver por primera vez la vulnerabilidad de una madre que
era sinónimo de energía, independencia y libertad
Me equivoqué. Mamá resistió lo indecible. Fueron
más de dos años de internaciones urgentes, sillas de ruedas, medicinas,
inyecciones, estudios, consultas, dolores, desvelos, llantos, delirios,
angustias y rezos.
Sumidos en un caos físico y emocional, mis
hermanos y yo mantuvimos su dignidad intacta. Unos le acondicionamos su
casa y le compramos muebles y ropa acorde a su nueva condición de
enferma permanente. Otras la bañaban a diario, le hacían citas con la
pedicura y manicura, le pintaban el cabello, la maquillaban y la
llevaban a pasear.
Nos costó mucho superar el desconcierto, la
incredulidad que nos produjo ver por primera vez la vulnerabilidad de
una madre que era sinónimo de energía, independencia y libertad. De la
sorpresa, los sustos y la preocupación pasamos a la tensión, los pleitos
y las reconciliaciones. Creo que en el último año nos resignamos. El
acuerdo tácito fue que mamá era lo más importante y teníamos que
cuidarla entre todos, como pudiéramos. Eso hicimos con la ayuda de mis
cuñados Álvaro y Emilio, mi ex cuñada Rosalba y la presencia
incondicional de nuestra tía Toña, la querida hermana de mamá.
Yo,
que era la única que vivía en otro país, viajé a cada rato durante su
enfermedad. La última vez fue en diciembre. Gracias a un nuevo trabajo,
pude pasar dos meses y medio en la ciudad de México. Creí que sería un
lapso suficiente para esperar su muerte. Ya habría tiempo de pasar el
luto en Buenos Aires. Era mi plan maestro, como si de verdad fuera algo
que yo pudiera manejar. Anteponer mi sentido práctico y controlador me
ayudaba a evadir la pena de ver a mamá apagándose de a poco, como una
luminosa llama que ya no tiene más oxígeno.
El viaje fue agridulce. Estar con mamá era como estar con una nenita. Sólo inspiraba ternura. Pasamos
Navidad y Año Nuevo con ella todavía consciente, ahora sí feliz de
estar con su familia numerosa, de que la sacáramos al patio para tomar
sol en su silla de ruedas, de que le cocináramos y le diéramos de comer
en la boca. Pero también me tocó ver sus crisis cada vez más
recurrentes. Su derrumbe en la cama, su no poder caminar, sus desvaríos,
sus lágrimas, su calvario físico y mental. Su añoranza de papá. Cómo
no, si habían estado juntos 50 años. Mis hermanas y hermanos lo llevaban
mejor. Quizá ya se habían acostumbrado por estar a diario con ella. Yo
no podía, ni quería. Mi impotencia frente a su sufrimiento me resultaba
insoportable.
Una vez, un médico me dijo que mi umbral del dolor es mínimo,
que no tengo resistencia. Es verdad. Lo odio. Le tengo pánico al dolor
propio y al ajeno. La muerte, en cambio, no me da miedo. Sólo implica
desaparecer. Por eso, al sentirme testigo inútil de la prolongada agonía
de mamá, la muerte se imponía como única alternativa. Casi un deseo.
Al
término de ese largo viaje, mamá ya ni siquiera podía salir de la casa
al patio. El último día que estuve con ella la peiné, la abracé, la
besé, le di de comer. Le repetí que era la madre más bella del mundo y
cuánto la queríamos. Reímos. Lloré. No quise decirle adiós. No sentía culpa. Me bastaba saber que estaba orgullosa de ella y ella de mí. Me prometí que regresaría lo más pronto posible.
Tres semanas después ya estaba de nuevo en México, yendo directo del aeropuerto a su velorio.
Mamá ya no está
Estoy
sudando. Siento el cuerpo muy caliente y un agujero en la panza. Las
manos me tiemblan. Tengo ganas de vomitar. Me duele la cabeza. ¿Me
desmayaré? Viajé toda la noche, hace apenas una hora que bajé de un
avión y ahora estoy sentada al lado del féretro en donde yace el cuerpo
de mamá. Entro a cada rato al baño para echarme agua fría en la cara, el
cuello, el pecho. El ardor no se va.
"Es el impacto del dolor en tu cuerpo. La muerte es una noticia muy fuerte", diagnostica sentado a mi lado mi amigo Víctor. Es sicólogo. Algo sabe.
Evito
asomarme al cajón. ¿Para qué? Si mamá ya no está. Recibo abrazos de
vecinos y familiares. Mis amigos llegan a las apuradas para consolarme.
Tenemos poco tiempo porque el horario del velorio terminaba hace rato,
pero mis hermanas lograron ampliarlo porque faltaba la hija que estaba
volando desde Buenos Aires.
Ya llegué y no paro de llorar, salvo
cuando un sacerdote oficia una misa y cuenta una parábola de un hombre
que tiene a una decena de mujeres y castiga a la mitad por quedarse sin
aceite para las lámparas, por no ser precavidas. Inaudito. Me dan ganas
de recordarle que al otro día son las marchas por el Día Internacional
de las Mujeres. Lo bueno es que la indignación feminista me apacigua el llanto y
puedo plantarme al lado del cajón para leer en voz alta la crónica
sobre mi mamá que publiqué en mi último libro. A ella le gustaba que se
la leyera.
No soy una persona religiosa. No creo en ningún dios. No
creo en otras vidas, ni en las resurrecciones, ni en los reencuentros
en el más allá, ni en que los muertos están en el cielo. Sólo sé que
mamá ya no está
Después
nos vamos al crematorio. Pasamos ahí varias horas a la espera de las
cenizas, pero el cansancio me gana y le pido a Pamela que me lleve a su
casa. Mientras mi sobrina me prepara la habitación de los invitados, me
baño con agua hirviendo. Me siento resacosa porque llevo más de 24
despierta. Me acuesto, pero en la madrugada despierto llorando, con una
sensación de incredulidad.
Mamá ya no está, me digo en voz
alta. Se acabó el estrés de dejar encendido el celular todas las noches,
a máximo volumen, a la espera de mensajes aciagos.
No soy una
persona religiosa. No creo en ningún dios. No creo en otras vidas, ni en
las resurrecciones, ni en los reencuentros en el más allá, ni en que
los muertos están en el cielo. Sólo sé que mamá ya no está.
Me
invade el miedo. Mis hermanos y hermanas también van a morir. Si se
respetan las escalas de edad, por ser una de las más chicas, seré una de
las últimas. Pensar en mi muerte no me asusta. Ante cualquier diagnóstico funesto elegiré la eutanasia, sin duda. Las futuras muertes de mis hermanos me aterran.
Amanece.
Sigo llorando sin voluntad, con espasmos de dolor que inician en el
estómago y escapan de mis ojos. Sólo pienso en Florita, en que los
padres y madres recuerdan las primeras veces de sus hijos, pero los
hijos nos acordamos de las últimas veces de ellos.
Recreo nuestra
última charla, nuestro último viaje al mar. La última vez que Alicia y
yo la llevamos a arreglarse las uñas al mercado. La última vez que ella,
Rocío y yo la llevamos a pasear al Zócalo. Su último abrazo. Su
última foto con Juana, mi ahijada. La última vez que comió y que, según
mis hermanos, fue conmigo: el día que yo volvía a Buenos Aires, le di
una quesadilla de flor de calabaza y duraznos con crema.
Aparecen
recuerdos infantiles en la vecindad. Nuestras desventuras vendiendo
comida en la calle, nuestras confidencias, nuestros viajes, nuestros
paseos con mis amigos en México y en Argentina. El libro de cocina que
escribimos juntas, los libros que le dediqué.
La quería tanto y hablaba tanto de ella que la convertí en personaje de mis crónicas en
Facebook. Muchos lectores suelen preguntarme por ella. Ahora debería
contar que murió, pienso, pero lo descarto enseguida. Me abruma imaginar
las condolencias en masa de desconocidos. Hay algo ficticio en eso,
tanto como en las felicitaciones de cumpleaños. Es el espejismo de la
popularidad que se mece entre los momentos de felicidad y desolación
exhibidos en las redes sociales. Hace mucho que los evito.
Ahora
mi luto merece un resguardo. ¿Qué necesidad hay de publicar la muerte de
mamá? Quizá me engaño. Quizá no quiero contarlo para poder fingir que
no sucedió. Quizá todavía no quiero aceptar que soy huérfana. ¿Cómo va a ser mi vida sin papá ni mamá? ¿Voy a llorar para siempre? Me siento como una niña abandonada. Oscilo entre el enojo y la amargura.
Mamá ya no está, ya murió, ya no está sufriendo. Pero me
dejó sola. Y aceptarlo es suficiente para sentir que el mundo se ha
vaciado de sentido
Me
pone de mal humor saber que en Argentina me dirían: "¡fuerza!", su
respuesta inmediata ante los dolores ajenos. Entiendo el intento de
aliento, pero nunca me ha gustado. La palabra imperativa me incomoda. No
quiero escucharla. No quiero tener fuerza. Quiero llorar y hacer berrinche y no hablar con nadie ni
responder los mensajes que mandan los amigos que se han enterado de la
muerte de Florita. No sé qué decirles. ¿Cómo se cuenta una muerte? ¿Cómo
se acepta la muerte de una madre? Enhebro frases con el pensamiento y
las edito de inmediato. Me avergüenza parecer melodramática o cursi.
Malditos talleres de escritura. ¿Por qué justo ahora me preocupa eso?
¿Qué es escribir bien? ¿Alguien lo sabe? ¿No es, acaso, toda muerte un
drama? Las respuestas no aparecen. Soy un embrollo de congoja,
inseguridad y desamparo.
Mamá ya no está, ya murió, ya no está
sufriendo. Pero me dejó sola. Y aceptarlo es suficiente para sentir que
el mundo se ha vaciado de sentido.
El luto solitario
El desasosiego me absorbe durante varios días.
Cuando
vuelvo a asomarme a la vida supuestamente real que cuentan los medios y
la supuestamente virtual que cuentan las redes sociales, descubro que
el coronavirus llegó para quedarse por tiempo indeterminado, que en
Italia se les amontonan los muertos; que las cuarentenas obligatorias,
los cierres de fronteras y las cancelaciones de viajes se replican en
cascada en cientos de países; que Donald Trump bloqueó los vuelos de
Europa a Estados Unidos, que la OMS ya declaró una pandemia mundial, que
se viene una crisis económica global. Que todo es un desastre.
Yo
creía que con la muerte de mamá mi mundo iba a ser otro. Esto ya es una
exageración. Cada vez que leo "cinematográfica", "distópica" o
"surrealista" a propósito de la pandemia, los adjetivos sólo tienen
sentido si los aplico a pensar en mi vida sin Florita.
El día que
hacemos la misa para depositar sus cenizas en el nicho en donde hace
casi once años pusimos los restos de papá, les escribo a mis hermanos
para pedirles que nos lavemos mucho las manos y, por más triste que sea,
no nos toquemos ni nos abracemos en la iglesia. Soy la primera en
violar las reglas. Basta que vea a mi amiga Vianey para refugiarme en el
consuelo de su abrazo.
Cualquier enojo que tuviera hacia mis hermanos se
desvaneció por mi gratitud ante la forma en que cuidaron a mamá. De una
manera misteriosa, su enfermedad nos permitió sanar, curar heridas como
familia
Sin
necesidad de llamar a la aerolínea, sé que cancelarán mi vuelo de
regreso a Buenos Aires previsto para principios de abril. Me alegro. Siento tanta fragilidad emocional que mi único lugar posible ahora es México.
Mis hermanos y yo logramos vernos sólo un par de veces más antes de que
el aislamiento físico se endurezca. Somos tantos que representamos un
riesgo para nosotros mismos.
Interrumpimos así las largas reuniones familiares sabatinas nacidas a raíz de la enfermedad de mamá y en las que, amontonados alrededor de la mesa y alimentados por los guisos de Lupita, nos abrimos como nunca antes, a veces con lágrimas, a veces con carcajadas, para compartir nuestros recuerdos, tan diferentes, de Israel y Florita, para reconocer y rescatar sus virtudes sin sucumbir a la idealización. En mi caso, cualquier enojo que tuviera hacia mis hermanos se desvaneció por mi gratitud ante la forma en que cuidaron a mamá. De una manera misteriosa, su enfermedad nos permitió sanar, curar heridas como familia.
En las muertes, el "hubiera" es el lamento de los vivos. No aplica con nosotros. Hicimos todo lo que pudimos. Por eso ahora estamos en una especie de luna de miel, cuidándonos unos a otros.
Pero no tenemos más opción que transitar el luto por separado, en cuarentena.
Retomo el trabajo y me vengo a encerrar con mis amigos Marcela y Javier. En este departamento hay espacio, colores, un cuarto propio; hay periodismo, libros, generosidad, cuidados, risas, comida, amor. Suficiente para distraerme, para sentirme protegida, para fingir que puedo recuperarme y no llorar todos los días por mamá.
Aquí sigo, un mes después de la muerte de Florita, asomada a una ventana que da a un parque y sin saber cuándo ni cómo podré volver a Buenos Aires. Tampoco me interesa. Todavía no tengo energía física, anímica ni intelectual. La tristeza está en una meseta. Agazapada. A veces se asoma, pero huye en cuanto me pongo a escribir o a leer sobre contagios, muertes, declaraciones de políticos, cacerolazos, balcones y encierros.
Gracias a la pandemia que puso en vilo al resto del mundo, puedo sobrellevar mi duelo varada en mi propio país, por más que suene contradictorio, y sin espacio mental para preocuparme por un futuro que, desde la muerte de mamá, para mí ya estaba trastocado.
Quizá en algún momento tenga tiempo y ánimo de llorar por la humanidad.
Interrumpimos así las largas reuniones familiares sabatinas nacidas a raíz de la enfermedad de mamá y en las que, amontonados alrededor de la mesa y alimentados por los guisos de Lupita, nos abrimos como nunca antes, a veces con lágrimas, a veces con carcajadas, para compartir nuestros recuerdos, tan diferentes, de Israel y Florita, para reconocer y rescatar sus virtudes sin sucumbir a la idealización. En mi caso, cualquier enojo que tuviera hacia mis hermanos se desvaneció por mi gratitud ante la forma en que cuidaron a mamá. De una manera misteriosa, su enfermedad nos permitió sanar, curar heridas como familia.
En las muertes, el "hubiera" es el lamento de los vivos. No aplica con nosotros. Hicimos todo lo que pudimos. Por eso ahora estamos en una especie de luna de miel, cuidándonos unos a otros.
Pero no tenemos más opción que transitar el luto por separado, en cuarentena.
Retomo el trabajo y me vengo a encerrar con mis amigos Marcela y Javier. En este departamento hay espacio, colores, un cuarto propio; hay periodismo, libros, generosidad, cuidados, risas, comida, amor. Suficiente para distraerme, para sentirme protegida, para fingir que puedo recuperarme y no llorar todos los días por mamá.
Aquí sigo, un mes después de la muerte de Florita, asomada a una ventana que da a un parque y sin saber cuándo ni cómo podré volver a Buenos Aires. Tampoco me interesa. Todavía no tengo energía física, anímica ni intelectual. La tristeza está en una meseta. Agazapada. A veces se asoma, pero huye en cuanto me pongo a escribir o a leer sobre contagios, muertes, declaraciones de políticos, cacerolazos, balcones y encierros.
Gracias a la pandemia que puso en vilo al resto del mundo, puedo sobrellevar mi duelo varada en mi propio país, por más que suene contradictorio, y sin espacio mental para preocuparme por un futuro que, desde la muerte de mamá, para mí ya estaba trastocado.
Quizá en algún momento tenga tiempo y ánimo de llorar por la humanidad.
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