La palabra, cuando es mal usada o se empeña para luego no cumplir con
los compromisos contraídos, puede ser muy dañina y ocasionar serios
traumas institucionales, si es la democracia y la tranquilidad de un
país lo que está de por medio. Aunque más perjudicial pudiera resultar
en algún momento el silencio, porque al no poderse descifrar lo que
alberga la mente humana -capaz de cualquier cosa-, el enigma y la
indefinición nada productivos sería entonces el factor a prevalecer en
todo, sin saber nadie finalmente en qué pie está parado (¿).
Y en un marco así de incertidumbre política, con amenazas claras de
aventuras de cambios en las reglas institucionales vigentes, como es el
panorama que tenemos de frente, lo menos que pudiera ocurrir aquí es que
el clima de estabilidad macroeconómica y de confianza que beneficia las
inversiones extranjeras, se quebranten. En verdad, eso no es nada
bueno; esos riesgos no eran necesarios, ni el país se merece que se
ponga en peligro la paz social y la dinámica económica que le han
reconocido. Para algunos (por amigos de verdad, aunque le hagan daño, y
otros simplemente por “arribistas” o mercenarios): “Danilo -aunque esté
impedido- o que entre el mar”.
El presidente Medina dijo que en breve pondría fin al misterio y al
vilo que encarna el silencio que ha administrado. De haberse tenido aquí
real institucionalidad, no había que pedir ni esperar que el Presidente
hablara o callara, porque la única señal o pauta a seguir sería el
mandato de una constitución respetada. Hay círculos y espacios que cada
vez lucen más cerrados e inciertos. Intentar abrirlos por la fuerza no
sería inteligente ni debe estar en la mente de un gobernante que quiera
terminar bien y que le valoren su obra, que no ha sido mala, pero que
los amagos y halagos de “continuidad” distraen a funcionarios del
trabajo que deben realizar, y a los contrarios y opositores de reconocer
lo que se ha hecho bien.
Creo que Danilo solo quería ganar tiempo, pero que no existiendo las
mínimas condiciones para empujar una modificación constitucional que, de
seguro, le desataría los demonios en la sociedad y en su partido -y le
privarían un retiro tranquilo-, no estaría lejos de proceder a
“desactivar” aprestos conocidos de una reforma que invitaría a la
división interna y a que las riendas del poder cambien de mano. Y nada
de orgullo, de odio o temor a venganza, pues se trata de realidad y
hasta del mal menor (¿).
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