Es una longeva alegre y dinámica.
Las profundas arrugas no le han quitado su estilo jocoso y rostro
amable. Orgullosamente comenta: “Yo no sufro de nada, mas que de la
vista chiquita, porque veo poco de este ojo (el izquierdo), y de una
dolencia en esta pierna (la izquierda), porque me caí hace un mes”.
Siempre rehusó coger sol y cargar cosas pesadas, porque entiende son asuntos de los hombres.
“Yo soy mujer, yo tengo que quedarme cuidándome del sol, y ¿si no me
hubiera cuidado del sol, yo hubiera llegado a esta edad? No, no hubiera
llegado”, analizó con bastante tino.
Refiere que muchas de sus amistades ya murieron, sin pasar de los
100. “Ya los 100 mío están lejos, ¿verdad?, y ya va para los siete
(107)”, expresó.
Su ocupación era el quehacer doméstico y el cuidado de los hijos,
pero no le gustaba hacer nada que fuera difícil, ni siquiera cargar las
ropas que lavaba en un río. “Yo no trabajé ni casada, ni sin casar,
porque yo dije que no era hombre para coger sol”, cuenta. Se refirió a
las labores agrícolas que desempeñaban su padre, sus hermanos y los
papás de sus hijos, en las parcelas, bajo un candente sol.
“Dios me dio mi vida para que no me matara demasiado”, considera.
La dama dice que sus hermanos, primero, y después, sus parejas, la
mantenían, por lo cual cree que no tenía necesidad de trabajar en la
calle, ni en las fincas.
Tampoco le gustaba tomar ron ni cerveza. “Usted me convidaba vamos a
tal parte y yo iba, pero eso de yo ir a beber romo o cerveza, eso no,
oh, ¿y yo soy hombre?”, refirió.
Indica que por eso no se juntaba con muchachas que bebían ron y
cerveza. “Éramos personas, pero no amigas, porque yo no bebía, porque
usted iba a estar con un vaso, usted con otro, y yo con la cara larga,
no voy, y no iba, con la que no bebía nos juntábamos, salíamos, y
visitamos amigas, y pasábamos un rato, comprábamos de comer, y venía una
con una palangana (de comida), y nos la comíamos, pero fuera del ron y
la cerveza”, narró.
Pobremente, como dice, siempre ha vivido, se preocupaba por tener una
alimentación saludable, de la cual ahora se ocupa su hija, Bartola,
quien se empeña por comprarle los alimentos que más le agradan.
Le fascina el queso, la leche, la papa y la carne de cerdo.
“Ay, yo no puedo estar sin comer carne”, puntualiza, y de inmediato
señala a su hija, Bartola, con quien vive, para expresar: “Ella me busca
carne, aunque yo no tenga cuarto, ella para mí tiene”.
Aborrece las pastas, porque no alimentan. Aunque come pollo, no le
gusta mucho. La carne de res, ya casi no la come, porque le hace daño.
“Ella me hace mi comidita, y la gente pasa y me ve comiendo y se
queda mirando, y dice, parece una rica comiendo. No, no es rica, es la
condición que ella me da, que lo que ella me pueda dar tenga valor”,
precisa. Rodríguez asegura que ninguna comida le hace daño, porque “no
como toda la comida que aparece”.
Doña Carolina Rodríguez sonríe para el lente de Jorge Cruz, junto
con su hija Bartola Estévez Rodríguez y su nieta, Ruth Esther Lebrón
Estévez.
Esa ha sido la clave de su longevidad, que le ha permitido llegar a
106 años, y ser la única viva de 16 hermanos, pese a ser la mayor.
Comenta que siempre dijo que el ron, la cerveza y el sol, no eran
para mujeres, que eso es para los hombres. Se mantiene con buena actitud
y estado de ánimo. “Yo no hago nada de rabiaca, no me desespero por
nada en la vida, todo a su debido tiempo, y ahí me sale todo bien”,
subraya sonriente.
Tiene presente la fecha de su nacimiento. Está ansiosa de que llegue
el 12 de agosto, para celebrar su cumpleaños 107, en el que espera se le
haga una fiesta para bailar, hacer mucha comida y reunir a sus hijos,
nietos, biznietos y amistades.
Cuando se le preguntó si todavía baila, se remeneó y dio unos pasitos, para demostrar cómo lo hace.
Sus hijos siempre le festejan su cumpleaños, principalmente a partir de los 100, de los que conserva fotos.
Su único vicio es una pipa, de la que está convencida no le hace daño, porque “es tabaco puro, de buena calidad, no cigarrillo”.
Esa pipa la tiene al lado de la silla donde suele permanecer sentada, en un tarrito de mantequilla, con su fósforo y tabaco.
Carolina reside con su hija Bartola en una humilde vivienda, ubicada
en un estrecho callejón de la calle Luis Amiama Tió, número 118, parte
atrás, en Arroyo Hondo, del Distrito Nacional.
En una pequeña habitación tiene una estufa de mesa, una nevera, que ahora, dice, está dañada, su camita y sus ajuares de cocina.
Con ella duerme un biznieto, de seis años. Detrás de la cama, tiene colgada sus ropas, en perchas.
Su infancia y juventud
Carolina nació en el sector Palma Larga, de Santiago Rodríguez, donde también crió a sus hijos.
Es la primera de 16 hermanos.
Cuenta que en su niñez sus padres la sobreprotegieron mucho, porque era la única hembra.
“Cuando niña no me ponían a nada, era la ñoña, porque hembra nada más era yo”, expresa.
Y a seguidas, precisa que la criaron como Dios quiso, y que todo lo que ella quería se lo daban.
Lo único, dice, “es que soy bruta”, tras precisar que nunca fue a la
escuela. Le hubiese gustado aprender a leer y escribir, “pero ya no, veo
poco, la vista está chiquita”.
No la dejaban salir a jugar. “Si usted venía a mi casa pasábamos el
día, pero para yo salir a jugar por allá a jugar, no”, expresó.
Como ella era muy apegada a su padre, se iba con él cuando iba a
trabajar en la finca, “porque yo me pegaba del caballo y tenía que
montarme,”.
A sus 106 años, ya no sale mucho de la casa. Solo los domingos a
misa, a Cristo Rey, en un carro público. Desde noviembre del 2018, dejó
de cocinar, pues le cogió miedo al caliente de la estufa.
Hace unos años, recogía botellas para vender, pero hasta las 9 de la mañana, porque nunca le ha gustado coger sol.
Su familia
Carolina tuvo nueve hijos, de dos relaciones. Con el primer esposo,
Pedro Ramón Toribio, tuvo tres varones, que murieron. Al fallecer su
marido, se unió con el señor Necleto Estévez (fallecido). Con este tuvo 6
hijas: Bartola, Petronila, Gertrudis, Marina, Ana Rita, María del
Carmen (fallecida).
Tiene 21 nietos y 6 biznietos.
Conserva el apellido de su primer esposo, con quien se casó a los 20
años. Se presenta como Carolina Rodríguez de Toribio, aunque se casó
otra vez. “Mi primer marido era jovencito, como él (señalando al
fotógrafo Jorge Cruz), era bonito, porque a mí me gustó”, expresa, y de
una vez se ríe.
Vivió en Palma Larga, de Santiago Rodríguez, al lado de sus padres,
hasta que murió su marido, y una hija la trajo a la capital.
Por Wanda Méndez ;-
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