Sao Paulo, Brasil;- Nadie en Brasil domina los símbolos de la política mejor que Luiz Inácio Lula da Silva. El expresidente se entregó el sábado a la Policía Federal para empezar a cumplir su condena
de 12 años por corrupción, pero no sin antes pasar dos días rodeado de
seguidores que lo acompañaron toda la noche en la sede del sindicato
metalúrgico de São Bernardo do Campo, donde él empezó su carrera
política como líder sindical. En 1980, también en un mes de abril, la
dictadura militar lo encarceló por primera vez.
El
juez Sergio Moro le ordenó presentarse a la policía antes de las cinco
de la tarde del viernes 6 de abril. Pero Lula impuso sus propias reglas.
Solo se entregó después de asistir a una misa ecuménica en
conmemoración al cumpleaños de su fallecida esposa, Marisa Letícia. La
celebró rodeado de aliados políticos, entre ellos otros dos candidatos
presidenciales, en la propia sede del sindicato donde Lula y Marisa se
conocieron en 1973 y donde él la veló el año pasado.
Antes
de entregarse para ser trasladado a la cárcel en Curitiba, Lula no dejó
de hacer política ni por un minuto. Pasó buena parte del día arengando a
la población desde su camión de campaña y aprovechó la atención de los
medios para propagar su discurso de que el encarcelamiento del candidato
favorito a la elección presidencial de octubre deteriorará aún más la
democracia brasileña. “Yo no voy a parar porque ya no soy un ser humano.
Yo soy una idea. Una idea mezclada con las ideas de ustedes”, le dijo a
una multitud que le gritaba: “No te entregues”. El carro de la policía
federal designado para trasladarlo intentó partir dos veces, pero los
seguidores del expresidente se lo impedían.
El
juicio contra Lula encendió aún más los ánimos de los brasileños, ya
sobresaltados por la crisis política. El 4 de abril, en la víspera de la
decisión del Supremo Tribunal Federal (STF) de negar un recurso de habeas corpus al expresidente, el general Eduardo Villas Boas, jefe de las Fuerzas Armadas, despertó el fantasma de la dictadura al afirmar en Twitter
que los militares comparten, “junto con todos los buenos ciudadanos, el
repudio a la impunidad y el respeto a la Constitución, la paz social y
la democracia”.
Su mensaje fue interpretado como una intimidación a la corte. Otro
general, Luiz Gonzaga Schroeder, fue más allá y dijo en una entrevista
que en caso de que Lula fuera electo es “deber de las Fuerzas Armadas
restaurar el orden”.
Ambos
generales comparten la opinión de los que ven en la cruzada de Lula una
descarada afrenta al combate a la corrupción que representa la operación Lava Jato.
Su encarcelamiento es el punto más alto de esta investigación iniciada
en 2014 pero no es, ni de lejos, el fin de la crisis política. En todo
caso, la ida de Lula a prisión marca el inicio de una etapa de mayor
incertidumbre a pocos meses de una elección presidencial. En contraste,
muchos de los opositores de Lula también investigados por Lava Jato, no
han sido perseguidos y guardan silencio a la espera de que se les
olvide.
Lula
está en el primer lugar de las encuestas de intención de voto y todavía
puede presentar recursos ante los tribunales para revertir su condena de doce años y un mes
de prisión, ser liberado e inscribirse como candidato del Partido de
los Trabajadores a la presidencia. Mientras la corte electoral no
revoque su candidatura invocando la Ley de la Ficha Limpia, que impide a un condenado ser candidato, él podría hacer campaña electoral desde la cárcel.
El
mayor perdedor de ese desenlace sería la izquierda brasileña, que tiene
a Lula como su principal líder. Con la izquierda desprestigiada,
dividida y probablemente sin un candidato fuerte en las elecciones,
Brasil podría seguir una tendencia de otros países de América Latina
donde la derecha, que se ha negado a cortar lazos con los regímenes
dictatoriales de sus países —como el caso de Chile—, tiene un importante
auge y se ha fortalecido por el apoyo de grupos evangélicos.
No
está nada claro si la democracia ganara algo con la detención de Lula,
pero no hay duda de que si alguien gana con su caída es Jair Bolsonaro,
el candidato presidencial conservador y militar retirado, quien está en
el segundo lugar en las encuestas. Bolsonaro fue uno de los primeros en
respaldar públicamente el mensaje del general Eduardo Villas Boas
contra la corrupción. Ese es otro de los contrasentidos que
desconciertan a los brasileños ya que Bolsonaro ha exaltado repetidamente al jefe del centro de torturas de la dictadura.
Mientras
tanto, la radicalización política se hace sentir en la población. El 29
de marzo, durante un recorrido de Lula por Paraná, en el sur del país,
para defender su libertad, dispararon contra su caravana. Es un signo
alarmante de la escalada de la violencia política. Después de la
negativa de habeas corpus, un hombre que gritaba ofensas
contra Lula frente a un instituto fue internado con traumatismo craneal
tras ser empujado por un militante del Partido de los Trabajadores y
golpearse la cabeza contra un camión que pasaba. Y en protesta contra su detención, el Movimiento de los Trabajadores Rurales Sin Tierra (MST), bloqueó carreteras en once estados. Varios periodistas fueron agredidos mientras cubrían el arresto de Lula.
Por
ahora, el resurgimiento de los militares muestra que cuando el gobierno
pierde control político, enciende el deseo de poder en los
cuarteles. En un escenario extremo, un disturbio popular podría ser una
excusa peligrosa para los que buscan socavar el sistema democrático
usando el auge del radicalismo como pretexto. Ese no es un dato trivial
en Brasil que está más a la deriva que nunca.
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