Durante muchos años, la escuela pública vio caer su calidad, disciplina y respeto a los niveles más bajos.
Fueron
los tiempos en que las deserciones de alumnos, los irrespetos a los
maestros, el predominio de pandillas internas y la imposibilidad de
cubrir los calendarios de clases daban la tónica del descalabro.
Los colegios privados emergieron como los salvavidas en medio del
naufragio, y se multiplicaron, mientras la escuela pública se hundía en
la degradación.
Pero las cosas han cambiado. La escuela pública está recobrando su
orden, ha mejorado los entornos físicos para un mayor confort de los
alumnos; ha extendido sus tandas de clases para ofrecer nuevas
asignaturas y ha provisto de desayuno, almuerzo y merienda a los
estudiantes.
El ingreso de nuevos profesores, con mayor calidad pedagógica,
sometidos al rasero de concursos de oposición, contribuye a elevar el
nivel docente de las escuelas públicas y por eso se ha producido un
retorno en masa de alumnos que migran de los colegios privados, más que
nada por estas facilidades.
Con los planes para masificar el uso de las nuevas tecnologías de la
enseñanza y la información y para incorporar las carreras técnicas en el
bachillerato, la escuela pública se abre a promisorios horizontes.
Tiene que volver a ser lo que era antes: un centro de formación donde
los estudiantes se consagraban al estudio, tenían mayor monitoreo del
profesorado y había una relación de respeto hacia el maestro y hacia los
valores de la moral y cívica.
La revolución educativa que se ha propuesto el gobierno se plasma en
muchos ejemplos de cambio y calidad, que no pueden ser desconocidos ni
escamoteados.
Las escuelas públicas ya pueden hablar por si mismas con el ingreso
de millones de niños, adolescentes y jóvenes que ahora reciben mejores
insumos de aprendizaje y pueden desarrollarse en ambientes más dignos y
limpios.
No reconocer estas realidades sería una mezquindad barata.
Tomado del editorial de
de la fecha
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