Pacíficamente, como todo acto legítimo de expresión popular que la
democracia garantiza, millares de ciudadanos levantaron ayer su voz,
nuevamente, para reclamar el cese y castigo de la corrupción en la
sociedad dominicana.
Ha
sido la voz de La Marcha Verde, el movimiento social que ha sintetizado
un sentir nacional y lo ha hecho visible y palpable, suscitando vivas
adhesiones aún cuando no estén presentes en sus marchas todos los que
apoyan la causa.
Lo relevante es que se ha ejercido un derecho al libre y atendible
reclamo de que se detengan y castiguen los hechos de corrupción que se
engendran en el Estado, una lacra generalizada en el mundo.
La Marcha Verde es el mecanismo de presión que la sociedad ha
encontrado para forzar a que se le apliquen torniquetes al robo o
distracción de los dineros públicos o a otras formas de favoritismo ofi
cial, al margen de las leyes.
El dinero que se escurre entre los concupiscentes es dinero que pudo
haber tenido un mejor destino de inversión para subsanar defi ciencias
de servicios públicos, para promover empleos y combatir la pobreza.
Aún cuando estos altos propósitos inspiran al ciudadano y los
manifiesta a través de las marchas verdes, debe cuidarse el espíritu
esencial de este movimiento, para que no lo contaminen los intereses de
los partidos políticos, beneficiarios directos, cuando han estado en el
poder, de las malversaciones con el erario.
La presión directa de la Marcha Verde se dirige al Gobierno, que es
uno de los pilares del Estado dominicano, porque es el que maneja el
presupuesto nacional, pero el mensaje se irradia hacia los otros
poderes, tan responsables como el primero de la sanidad de los bienes
públicos.
Sea cual sea la actitud que asuman estos poderes frente al reclamo
que ha capitalizado y promovido la Marcha Verde, mediante sus
movimientos pacífi cos, la tarea de enfrentar los males denunciados
queda como una impostergable prioridad de esta sociedad, de la que nadie
puede mantenerse ajeno ni indiferente.
Tomado del editorial de
de la fecha
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