El país está inundado de inmigrantes ilegales, mayormente haitianos, una abrumadora carga que ya no aguanta.
Hemos llegado al clímax de una penetración masiva, sistemática y creciente de haitianos indocumentados que en igual medida han ido copando los espacios económicos, sociales, culturales y de servicios básicos como salud y educación.
No se tiene una estadística exacta de esos inmigrantes, pero las evidencias de que constituyen una masa grande son elocuentes cuando se visita un hospital público, una maternidad, algunas escuelas y poblados dominicanos en la frontera, cuando se sale a las calles de Santo Domingo o de cualquier otra ciudad.
Hemos llegado al clímax de una penetración masiva, sistemática y creciente de haitianos indocumentados que en igual medida han ido copando los espacios económicos, sociales, culturales y de servicios básicos como salud y educación.
No se tiene una estadística exacta de esos inmigrantes, pero las evidencias de que constituyen una masa grande son elocuentes cuando se visita un hospital público, una maternidad, algunas escuelas y poblados dominicanos en la frontera, cuando se sale a las calles de Santo Domingo o de cualquier otra ciudad.
Como
lo había advertido el presidente Danilo Medina hace dos años al
entonces secretario general de la Organización de las Naciones Unidas,
Ban Ki-moon, la República Dominicana “no puede asumir dos pueblos
pobres”, como pretenden los organismos internacionales que presionan
desembozadamente a su gobierno para que permita una frontera abierta.
Una presión descarada que el país no puede admitir, y sí resistir,
con toda la fuerza legal y moral que nos concede la Constitución, al
consagrar la soberanía y el principio de autodeterminación, y la que nos
da la historia de luchas, cruentas o no, que ha librado el pueblo
contra toda injerencia foránea, sea que llegue por vía de las botas y
las armas de los invasores o por las de los guantes de seda de la
diplomacia.
En ninguna nación que haga respetar sus leyes se permite que
extranjeros indocumentados, viviendo y trabajando al margen de toda
regulación o control, estropeen impunemente las reglas establecidas.
La nuestra parece ser la excepción, un ejemplo atípico en el planeta,
porque tiene que lidiar con las presiones de los organismos
internacionales, so pena de recibir sanciones o ser denunciada ante el
resto del mundo como una nación xenófoba, racista y violadora de los
derechos humanos.
Estas presiones, en gran medida, son las que han cohibido a los
gobiernos recientes de actuar con mayor fi rmeza a la hora de hacer
valer sus normas migratorias, teniendo que recurrir a costosos y
complejos procesos de regularización de extranjeros para que, al fi nal,
termine produciéndose una masiva falsifi cación o adulteración de los
permisos temporales de residencia y trabajo de esos inmigrantes.
El resultado ha sido el desborde humano desde el país vecino hacia el
nuestro, que habrá de agravarse cuando Estados Unidos comience a
deportar a millares de delincuentes haitianos en noviembre, en la misma
tónica en que lo harán o lo están haciendo otras naciones donde sí las
leyes tienen vigencia y sentido, duélale a quien le duela.
Tomado del editorial de
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