
A veces daba muestras de buen humor; siempre le celebré la ocurrencia de decirle a quienes habían tenido una semana fuerte en el trabajo, al ver pasar un jet de pasajeros extrañamente a baja altura, “Se fuñeron, se fuñeron, ahí va Vincho pa’Nueva York; no hay pago, no hay pago.” Grande fue la alegría de todos al verme llegar, momentos después, con mi modesta alforja llena para pagar aquellas labores tan nobles.
Eran los tiempos de la celebración del Quinto Centenario del Descubrimiento de América.
Pasaron algunos años y comencé a recibir noticias desagradables de aquel alegre equipo de trabajadores de la construcción que, bajo la dirección del mejor maestro de obras concebible, constituían una verdadera leyenda de calidad y seriedad en el cumplimiento de todos los empeños que les fueran confiados.
Luego, en los primeros años del siglo, las noticias se fueron acentuando, pues, se comenzaba a comentar que “los muchachos”, como se les llamaba, estaban desesperados porque cada día se hacía más difícil encontrar trabajo.
Me intrigó saber de esas cosas porque, según se nos ha venido diciendo hasta el día de hoy, el crecimiento económico de la República es una especie de paradigma en Latinoamérica.
Así que pensé, ¿qué está ocurriendo? ¿cómo se pueden conciliar el crecimiento alegado con la profundización de la pobreza de gente que en Francia se llegó a afirmar que “según iba el carpintero iba la nación?”. El asunto se agravó de tal modo que el maestro, tutor laboral de tantos jóvenes valiosos, me visitó e intentó hacerme la descripción aterradora de la amarga realidad confrontada por todos. Claro está, terminó en llantos y me lució algo delirante.
Me
fue señalando algunos aspectos que él consideraba más graves que el
cruel paro que padecían y me dijo: “Nos están humillando, doctor; ya no
nos dejan entrar a las obras, ni siquiera a preguntar si hay trabajo;
los guardianes y los obreros son haitianos y hay muchos maestros
constructores colombianos.” Casi me gritó al decirme: “Yo no perdono a
nadie que haya sido capaz de hacernos extranjeros indeseables en nuestra
propia tierra.” Tuve que esforzarme para tranquilizarlo y ya, al
despedirse, su imagen era la de un mendigo en ciernes, no la de aquel
hombre sereno y fuerte, increíblemente capacitado para ordenar y dirigir
cualquier obra que se le confiara.
Fue ahí cuando se me ocurrió preguntarle: “Maestro, dígame, cómo está
el sordito?”. Se volteó y le vi en sus ojos una severidad rencorosa
impresionante, cuando me respondió: “Doctor, mejor que no le cuente de
los muchachos; ya llevamos dos suicidios y ese por el que usted me
pregunta, el sordito, se propuso ser motoconchista.
Cuando lo supe fui a verlo para aconsejarle que no lo hiciera, porque
era más que seguro que tendría un accidente fatal.” No se detuvo el
maestro y me dijo: “Doctor, no me valió aconsejarle y terminó por
decirme, a mí que lo quería tanto y el que mejor lo entendía: ‘Chicho,
yo no vendo drogas, yo no robo, ni mato; yo quiero que me lleve el
diablo en un accidente”.
Quedamos nosotros, el maestro y yo, más que mudos, traspasados, por
lo inútil que había resultado el vaticinio trágico del accidente que
pusiera fin a aquella vida tan útil y ejemplar, que no otra cosa era el
sordito.
Al quedar a solas me aumentó la tristeza, no sin ira. Pensé en las
magnitudes terribles de la responsabilidad de aquellos que pasaron a ser
comparsas complicitarias del poder extranjero; aquellos que voltearon
la cara a los mandatos de protección de la ley al trabajo nacional; los
que consintieran que la ecuación imperiosa del 80/20 de presencia en la
construcción pasara a ser parte de un desenlace desdichado como lo es
convertir el sudor nacional en un amargo vinagre para la República
crucificada en el abismo de su programada desaparición.
El sordito se lanzó a la muerte expresando una resistencia de ética
patriótica que quizás sólo será una brizna del descontento y la
frustración de muchos trabajadores desplazados y malogrados por el
desprecio. Él fue un ejemplo de cómo este pueblo puede llegar a tener
hijos capaces de inmolarse antes de degradarse en el crimen o en la
cobardía de aventurarse a ser alimento de escualos en los dolorosos
naufragios del día a día.
Quizás por ello ha sido que los traidores nunca han podido coronar
sus propósitos, porque no conocen al dominicano profundo, el verdadero,
tan capaz de gestos inauditos cuando de su patria se trate.
No sé, pero pienso que cuando oí al maestro la evidencia de cuanto
afirmo se hizo más neta, y es que amortajar a un pueblo así es siniestra
tarea, y se lo he advertido a quienes, sin ser traidores, han terminado
por no creer en su temple.
El sordito es un remoto presagio de la tormenta final, por muy
anónimo e insignificante que parezca; él fue un héroe del trabajo y
luego un mártir de su patria. En esto no hay exceso; el sordito fue, al
menos, una lágrima temprana de la desgracia y el infortunio de la suerte
nuestra.
Por Marino Vinicio Castillo R. ;-
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