Insistimos en que hay que tirar al zafacón de la
basura la Ley 311-14, pomposamente ofrecida a la sociedad como uno de
los más plausibles mecanismos de transparencia del Estado.
Esa ley obliga a todos los funcionarios electos o nombrados a presentar una declaración jurada de su patrimonio, tanto cuando comienza su gestión, como cuando la termina.
¿Con qué propósito fue creada esa ley? Pues con la finalidad de registrar los bienes que forman parte del patrimonio de aquellos ciudadanos que, por elección popular o por nombramiento oficial, deben de ejercer funciones en cualquiera de los órganos del Estado.
Esa ley obliga a todos los funcionarios electos o nombrados a presentar una declaración jurada de su patrimonio, tanto cuando comienza su gestión, como cuando la termina.
¿Con qué propósito fue creada esa ley? Pues con la finalidad de registrar los bienes que forman parte del patrimonio de aquellos ciudadanos que, por elección popular o por nombramiento oficial, deben de ejercer funciones en cualquiera de los órganos del Estado.
El registro permitiría detectar o establecer las variaciones que se
produzcan en los valores o bienes propiedad del funcionario mientras
ejerció cargos públicos, aunque quienes son adictos a la corrupción
siempre se las arreglan, vía testaferros, para ocultar lo que le roban o
distraen al erario.
Aunque está bien inspirado el propósito, esa ley tiene una debilidad: que nadie se anima a cumplirla cabalmente.
Muy pocos lo hacen, para guardar o salvar las apariencias. El resto,
francamente, no quiere mostrar o enseñar sus músculos financieros ni
patrimoniales, endebles o robustos, según hayan sido las circunstancias.
Ese incumplimiento es tan ostensible que pese a las advertencias
hechas por el ministro de la Presidencia el año pasado a los millares de
funcionarios que estaban en falta, el problema sigue igualito. Son
4,127 los funcionarios que aun no lo han hecho, en grave incumplimiento
de la ley.
Pero nada pasará. Porque ni siquiera se les aplican las sanciones de lugar.
Ese comportamiento tan displicente del funcionariado nacional es una
burla descarada ante una sociedad que reclama claridad de cuentas y la
verdad sobre los patrimonios de quienes manejan recursos públicos.
El ocultar los bienes es la primera señal inquietante de lo que traman.
Es, además, una burla al estado de Derecho, pues violan
sistemáticamente una ley mientras desde sus posiciones, electivas o no,
tratan de presentarse al país como honestos, honrados e inmaculados y
entonces viven exigiéndoles a los ciudadanos que respeten la
Constitución y las leyes.
Puro teatro.
Tomado del editorial de
de la fecha
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