Había afirmado en anteriores artículos que el
electo presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, no era un
fenómeno salido de la nada, sino que su vertiginoso ascenso fue el
producto de una sociedad fragmentada y desarticulada por una dirigencia
tradicional que, tras la caída de las llamadas democracias populares
europeas, apostó al monopolio del poder global imponiendo una verdad, un
punto de mira proyectado desde el prisma de un capital desbordado y sin
fronteras, sin darse cuenta que las fuerzas sociales que interactúan
para producir las riquezas se mueven de forma constante respondiendo a
las leyes de la dialéctica.
El magnate irrumpió como producto de las fuerzas desatadas a raíz de las políticas neoliberales que usaron de plataforma la globalización, con sus pilares en aperturas de los mercados y su secuela de desregularización que permitió al capital convertirse en el centro de las políticas públicas, desplazando al ser humano como eje en torno al cual debían girar las actividades económicas, sociales, medioambientales y políticas para mantener al mundo sobre los rieles de la cordura, y no sobre el vesánico tropel apocalíptico en que los usureros del capitalismo salvaje nos han metido en su obsceno afán de acumular riquezas. Antes de que fuera electo, advertí de su posible triunfo, afirmé que en él se conjugaban los sentimientos de decepción y esperanzas; el deseo de una parte de la población que sentía la decadencia de un país que apostó mal, que calculó mal la globalización en su desmedido deseo de ser la factoría del mundo a base de la mano de obra barata de los que debieron convertirse en simples consumidores: deslocalizaron sus empresas para maximizar sus ganancias; y en efecto, la maximizaron. Se hicieron más ricos, pero provocaron desempleo y precarizaron el que se pudo mantener con lo que las desigualdades se profundizaron y el “sueño americano” se comenzó a desvanecer; entonces, desvencijada la cohesión social, de la mano (según pensaban) de los líderes políticos tradicionales, se dejaron seducir por el discurso fascista, como dije durante la campaña electoral, de un hombre que prometía devolver la grandeza a su país: traer de nuevo las empresas y con ello “devolverles” los puestos de trabajo perdidos.
El outsider se convirtió en la negación de su antítesis Hillary Clinton, era como la vuelta a Ronald Reagan, era como volver a sepultar a Jimmy Carter, que en realidad fue también un elemento fuera del establecimiento, pero que contrario a él apostaba por un liderazgo más democrático.
El magnate irrumpió como producto de las fuerzas desatadas a raíz de las políticas neoliberales que usaron de plataforma la globalización, con sus pilares en aperturas de los mercados y su secuela de desregularización que permitió al capital convertirse en el centro de las políticas públicas, desplazando al ser humano como eje en torno al cual debían girar las actividades económicas, sociales, medioambientales y políticas para mantener al mundo sobre los rieles de la cordura, y no sobre el vesánico tropel apocalíptico en que los usureros del capitalismo salvaje nos han metido en su obsceno afán de acumular riquezas. Antes de que fuera electo, advertí de su posible triunfo, afirmé que en él se conjugaban los sentimientos de decepción y esperanzas; el deseo de una parte de la población que sentía la decadencia de un país que apostó mal, que calculó mal la globalización en su desmedido deseo de ser la factoría del mundo a base de la mano de obra barata de los que debieron convertirse en simples consumidores: deslocalizaron sus empresas para maximizar sus ganancias; y en efecto, la maximizaron. Se hicieron más ricos, pero provocaron desempleo y precarizaron el que se pudo mantener con lo que las desigualdades se profundizaron y el “sueño americano” se comenzó a desvanecer; entonces, desvencijada la cohesión social, de la mano (según pensaban) de los líderes políticos tradicionales, se dejaron seducir por el discurso fascista, como dije durante la campaña electoral, de un hombre que prometía devolver la grandeza a su país: traer de nuevo las empresas y con ello “devolverles” los puestos de trabajo perdidos.
El outsider se convirtió en la negación de su antítesis Hillary Clinton, era como la vuelta a Ronald Reagan, era como volver a sepultar a Jimmy Carter, que en realidad fue también un elemento fuera del establecimiento, pero que contrario a él apostaba por un liderazgo más democrático.
Se erigió en la figura que se contraponía a Obama, un hombre que,
como él, nació de ese cúmulo de frustraciones como alternativa a lo
tradicional pero que desde que despegó su carrera hacia la Casa Blanca,
fue cooptado por el establishment.
Por Manolo Pichardo ;-
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