Un grito unánime y jubiloso, que recorre el lugar
como una ola, anuncia que la luz ha vuelto a los “Pasillos F”. Los
extractores que donó Prisiones hace algún tiempo se encienden, igual que
las baterías de los inversores que tienen varios internos (puede haber
hasta cuarenta en una de estas celdas), mientras en el techo del
pasadizo, sobre un laberinto de cables, dos gallos se acomodan y el
teniente Alcalá, de 50 años ó27 en la policíaó, encargado de la
supervisión del pabellón, dirige a esta hora el “encierro”.
Alcalá explica que, habitualmente, el “tranque” se inicia a las 4:00 ó 4:30 de la tarde, pero dependerá de si hace calor o no ese día. De los “F”, adonde se llega sólo por el Túnel (el acceso a otros pabellones fue cerrado hace mucho), hoy salieron siete a la justicia y uno más se fue en libertad. En este lugar hay cuatro celdas y casi medio millar de internos: 124 en la “F-1”, 112 en la “F-2”, 102 en la “F-3” y 66 en “Hogares Crea”. La experiencia le ha enseñado a Alcalá, como a muchos de sus compañeros, a conocer el comportamiento de los internos y a “manejarse” con ellos. “Yo no abuso, yo les digo las cosas tal como son y por eso yo me he ganado el respeto de ellos”, dice el oficial. “Ahora, el que falló, falló”.
Entre ocho mil internos, algunos de ellos dispuestos a todo, “Dios está con nosotros”, sentencia Alcalá, policía respetado, para explicar cómo se mantiene el equilibrio en La Victoria, “para que no se produzca una desgracia”.
En “Alaska”, Isael Lugo, de 40 años, “trancado” también, cumple desde el 2011 una condena por drogas a 10 años, luego de una revisión de la pena que le rebajó cinco. Para él, La Victoria, dentro del desorden y hacinamiento que existe, tiene una estructura que de alguna forma funciona. “¿Es lo mejor?: Es lo menos malo. ¿Es lo ideal?: Es funcional. ¿Es opcional?: No, es obligatorio”, dice Lugo.
Uno más en el sistema, el interno que se convirtió en “colaborador” del penal, reflexiona también sobre cómo no dejarse corromper: habla de la “inversión moral” y del ser humano como una “alcancía” que va recibiendo enseñanzas, conducta, disciplina. “Al momento de encarar la realidad tu inversión moral sale a flote. Tú no eres uno de ellos”, explica la metáfora.
“Un chico de Cristo Rey viene con la alcancía vacía. Es un destinatario que va a ser difícil de reinsertar porque lo único que ha visto es lo negativo”. Y agrega que en esas personas hay valores que no se toman en cuenta; muchos que no tienen formación básica familiar por lo que la mayoría no se reinserta; otros que se “desdoblan” porque saben que tienen que salir de aquí. “La cárcel es una oferta de diferentes opciones, pero va a depender directamente de la persona que vive el proceso. Una persona que no tenga inversión moral, y que no toque fondo, sí puede cambiar”, dice, pero aquí en La Victoria “no hay un programa” que ayude a que eso suceda.
En los Pasillos, a las 3:55 de la tarde, Alcalá se dirige a una de las celdas, se para al lado de la reja y grita con autoridad: “La gente de la 1...”, “la gente de la 1...” y una fila de internos, resignada y pesarosa, va desfilando por una puerta estrecha mientras Alcántara, bajo el mando de Alcalá, los cuenta, uno a uno, y Javier toca espaciadamente un pito antes de contar él mismo a los que duermen en la “F-2”.
“47, 48, 49...”, se oye murmurar a Alcántara cuando el pasillo es un hormiguero de hombres que van y vienen por los pasillos, aprovechando cada segundo que les queda afuera, haciendo compras de último minuto en el colmado, encargando la cena que, una vez cerrada la reja, pasa como puede por entre los barrotes. “Cuando no hay luz el tranque es más forzoso”, comenta Alcalá, que espera con paciencia en su puesto el encierro de los internos, mientras el sol va cayendo con la tarde, desde el patio suroeste del penal. A las 4:05 de la tarde, en los “Pasillos F”, todas las celdas ya están cerradas.
Empieza ahora el trabajo de los que recogen la basura, llevándosela en tanques hasta afuera de la fortaleza. Así pasa en todas las áreas de La Victoria. Aquí, en los “F”, los internos ya “trancados” limpian la celda, algunos se sientan en el piso y se aglomeran cerca de la reja. Uno, en toalla, encarga la cena a dos o tres “pasadores” que se mantienen sin trancar cumpliendo los recados, “delivery’s” que llevan la comida y la compra, incluso un vendedor ambulante que ofrece pasteles en hoja repitiendo un lema que garantiza una venta segura: “Son de la calle”, “son de la calle”...
Cerca de allí, Bernardo de la Rosa, de 43 años, se ocupa de varias cosas en la celda de “Hogares Crea”. Llegó en el 2011 por una condena de 20 años por intento de homicidio; era un adicto compulsivo (duró 16 años consumiendo cocaína), pero dejó la droga en La Victoria. Tras llegar al punto en que no tenía nada, decidió asumir un compromiso y se convirtió en un “reeducado”, una de las tres categorías del programa: en La Victoria 66 hombres lo conforman y tratan de regenerarse en el lugar más difícil, dice, porque hay más “personas negativas”. “Reeducado” es también Alberto Severo Rosario, de 51 años, que lleva en prisión 18 años de 20 por homicidio; mató a su víctima en defensa propia y con su propio cuchillo. Este hombre arrepentido asegura que hay una gran diferencia con el pasado: “Antes esto era tierra de nadie, y ahora la cosa es diferente: ahora los capos son los que tienen cuartos”. Y que está preparado para salir, pero no tiene garante, sólo un pequeño negocio a la entrada de “Hogares Crea”.
Hace tres años no había una ambulancia. Entonces sacaban a los enfermos en una camioneta vieja; la gente se moría. Había una sola guagua y el porcentaje de la gente que iba a la justicia era menor. Lugo afirma que había gente que se beneficiaba de ese desorden, y una complicidad total, hasta de la venta de libertad. En una estructura como la de La Victoria, agrega, hay que enfocarse en encontrar liderazgos aunque sean negativos, catalizarlos y empezar a multiplicarlos. Como “Chiquito”, Víctor Ramírez Martínez, que tiene 36 años, de los cuales cumplió 13 de 15 en una condena por homicidio. Pidió dos veces la condicional, pero no se la dieron. Es un “colaborador” del área administrativa y de la Dirección de Prisiones, con 14 cursos hechos. Participa en el proceso de entrada de los internos: Desde la “Planchita” (donde hay veinte y pico de camas), adonde llegan primera, hasta la alcaida y la charla de Minaya, el “colaborador” de salud.
Ramírez, que afuera vive en el ensanche Espaillat, quiere volver a las prisiones, pero para orientar a los internos. En La Victoria empezó a colaborar pintando la prisión: A veinte internos, incluyéndolo, les dieron 45 días para cambiarle el rostro al penal entero, y lo hicieron en nueve. Les prometieron un dinero que nunca llegó, pero eso no lo detuvo. Consumidor de marihuana, como recuerda que alguna vez fue, está vivo de milagro. Una noche, cuando dormía, le clavaron 14 puñaladas y no lo mataron porque se cubrió el cuerpo con el de otro interno. Fue en los “Pasillos”, cuando dormía en el suelo, hace ocho o siete años. Ahora, dice, “estoy preparado para salir”.
Días atrás, en el patio principal, un moreno fornido, “El óame”, caminaba con una sonrisa pintada por dos razones: “Del martes no paso”, dijo, para resumir en esas cuatro palabras que se va en libertad; la otra, su reciente victoria en la primera pelea de un interno fuera de la prisión. Yomar Rodríguez Medina, con 22 años recién cumplidos, 135 libras de peso, 5.9 pulgadas y varios tatuajes en el pecho y el estómago (sus hijos, su mujer y su madre), habla como un profesional: cuenta que fue un “contrincante incómodo”, que tuvo que moverse mucho y recurrir a toda su agilidad para vencer al retador, otro dominicano, por Knockout técnico en el segundo asalto.
Luego, sentado en su “goleta” de la celda “5-6”, le pide a Dios que lo ayude a no desviarse de nuevo y le da gracias a la Comisión Nacional de Boxeo que lo apoyó con los trámites. Ahora será alguien en la vida, dice. “Cambiar para devolver esa confianza; demostrarle al comisionado (nacional de boxeo Franklin Núñez, su garante para salir de prisión) que se puede”, agrega el mismo muchacho que cayó preso a los 16 cuando fue llevado a la Correccional; que luego vino a parar a La Victoria en el 2012 por atraco a mano armada. “Aquí sufrí mucho. Cometí un error y el error se paga”, dice “El óame”, que se fue un martes de febrero como el campeón que espera ser: tenía puestos unos jeans, camiseta azul turquesa y unos lentes Ray Ban.
“Tenemos un sello todos, los pantalones cortos... Todo el que tiene pantalón largo es moralmente un ídolo. En la psicosis del infierno, es una persona moralmente diferente”, concluye Lugo, para agregar que “hay que engañarse para darle un matiz a la supervivencia en este lugar”. Este “colaborador”, que quiere crear un proyecto de “soporte” para los internos en La Victoria, saldrá también en agosto, pero en busca de la condicional, aunque no tiene ninguna prisa: “Esa es mi garantía para no volverme loco”, dice.
En los “Pasillos F”, el “tranque” sigue hasta con cierta algazara. De adentro de la “4-F” un hombre pide refresco; hace calor. Un interno, borracho o “pasado” de marihuana, busca su celda entre otros rezagados, los que preparan la cena, los que llegan de la escuela, los que vienen tarde de la justicia, los dueños de negocios y hasta algunos pocos privilegiados. En total, el proceso lleva como una hora, a veces más. “Adentro (en sus celdas) ellos tienen sus normas y el que quiere la sigue. Y hay un representante que los dirige después de que se les encierra”, dice Alcalá cuando la noche va llegando.
El oficial echa un vistazo al patio que le queda cerca y le exige a un interno que agite el fuego para que termine rápidamente el arroz que está preparando. La algarabía inicial del encierro se truncó hace más de media hora cuando se fue la luz. En el pasillo, Domingo de la Cruz, “Niño”, el responsable de una de las celdas y el máximo representante entre los internos, confronta a otro que acaba de llegar a la calle: “Acá hay reglas”, le dice, “no quiero problemas”. Finalmente lo admite, y por haber llegado recomendado, hasta le “exonera la entrada”.
En “Alaska”, lejos de los “Pasillos F”, el cierre se tomó de 4:00 a 7:00 PM. Cada celda tiene una norma diferente, pero por lo regular la luz se apaga a las 10:00 PM. En la celda 9 está Chávez, el coordinador de la Vocacional, junto con otros veinte hombres, pero solo catorce camas (cinco duermen en el suelo y dos en una sola “goleta”).
Aquí se limpia dos y hasta tres veces por día y se entra sin zapatos. Barbieri, Chávez, Luis..., compañeros entre sí, y Jeffrey, que dice que el principal problema del penal se da en el área de la salud y que hay mucha negligencia médica. En la celda 9 hay un aviso pegado en la pared con 24 normas de conducta y otro afuera, al lado de la puerta, que ofrece servicios de reparación de artefactos electrodomésticos.
Isael Lugo sabía a dónde venía; su padre fue preso político en los “12 Años” de Balaguer. A través de la iglesia buscó contactos y cuando llegó a La Victoria fue recibido por Rafael Lluberes Ricart, que le buscó un lugar en el penal. “La primera vez duré más de 24 horas cerrado en la celda”, recuerda. Pagó 2,500 pesos de alquiler hasta que se compró una “goleta” en 80,000. La ventaja de la suya es que tiene ventana; de niño fue claustrofóbico: “Sentía que el techo me caía encima”.
“Duré nueve meses vegetando; lavando mi tristeza. Le das vuelta a lo mismo y en ese proceso empiezas a vivir parte del abandono” óexplica Lugo sobre la época en que también le llegó la solicitud de divorcioó “Todo como por cadena”. Su primer curso en La Victoria fue de pintura; ahora tiene 40 certificados. Trabajó primero en un proyecto del Despacho de la Primera Dama sobre violencia de género, después se inscribió en el taller de informática. El primer día Chávez y Pirón, de la Vocacional, descubrieron su capacidad y le dijeron que en vez de recibir clases, debería darlas. Así que elaboró un currículum y se involucró como profesor, hace cuatro años.
También lo buscaron de la iglesia Católica y de la Escuela Básica para dirigir el coro del penal. Ex salesiano, su vínculo con la iglesia se dio a partir de su experiencia formativa. Aquí conoció a fray Hermes Liriano, un mercedario con quien empezó a apadrinar a otros internos enfermos: les suplían de agua, cama, alimentos cada semana, pidiendo a sus compañeros de “Alaska”. La iniciativa creció y ahora es una estructura funcional operada por la Pastoral Penitenciaria. “La manera en que tú creces aquí no es solo sintiéndote destinatario”, afirma Lugo.
“Yo puedo ayudar en lo que sea, pero a la cárcel no voy”, le dijo una vez a Carlos Matos, de Kayros, del ministerio ecuménico, cuando lo invitó hace mucho a trabajar en el movimiento. Pero llegó, y con mucha rebeldía, con “la cabeza centrada en el año” en que iba a salir y en la estrategia de defensa para demostrar su inocencia. Hasta que un día se dijo: “De alguna forma soy culpable porque estoy condenado por el delito que se me imputa”.
Lugo, administrador de empresa, viajero constante, ávido lector, tiene una empresa de exportación de chatarra. El “problema” sucedió en el 2011: La droga la encontraron en el muelle, pero los contenedores (en uno de los cuales estaba el cargamento) se los llevaron de su empresa. Para evitar ser condenado, el fiscal le mandó a pedir 350,000 pesos, dice Lugo. Sus amigos le dijeron que le iban a conseguir el dinero, pero decidió no aceptar. ¿Por qué? “He hecho este proceso con dignidad”, confía. “Esa misma decisión ha sido mi bandera”.
En La Victoria, agrega el “colaborador”, a todos les cambia el perfil físico: El interno tiene la mirada perdida. Pero hay otras cosas que también han cambiado: los policías se han hecho parte del sistema, la población de ahora ya no es la misma de antes. “Cambió la estructura y el manejo”, dice. “Lo que antes era una regla ahora es una excepción. El espectro de la gente que viene aquí cambió”, como cinco y diez generales, oficiales de alto rango que antes “resolvían de otra forma”.
Lugo y varios internos más tienen ciertos privilegios que recibe en compensación por cumplir una función determinada (otros lo consiguen con dinero), pero tampoco se hace ilusiones: la condición de igualdad no existe en La Victoria. Tampoco “hay un manual, pero hay ofertas... y los programas efectivos son los que se generan aquí”, dice el interno. “Este es un caldo de cultivo para lo bueno y lo malo... Si no te adaptas vuelves a lo que tú hacías o lo que te trajo aquí”.
“Algo sencillo puede trascender en el tiempo”, agrega este hombre cuyo único delito fue, asegura, robarse hace mucho la primera página de El Nacional del 21 de diciembre de 1975, guardada en la Hemeroteca Pública, donde aparece la reseña del asesinato de su padre, Weceslao Lugo, militante de izquierda, “héroe sin nombre”, como dice su hijo, “de la lucha por la igualdad”, que murió dignamente, de pie como lo vio siempre, el primogénito que dio y que hoy lo tiene en el pedestal más alto de la memoria: “Esa página ya no está en la Hemeroteca, la tengo yo enmarcada ahora”.
En “Alaska”, el segundo teniente Ventura Paulino, bate en mano, se prepara para otra noche más en el pabellón, igual que Agustín y, en el puesto de mando, el mayor Vicioso, que la noche anterior celebró su cumpleaños aquí, lejos aún de las sombras de la madrugada, más lejos todavía de las que la Penitenciaría Nacional de La Victoria arrastra hasta ahora como una herencia maldita: la miseria absoluta en que viven cientos de internos, el pasado ominoso y terrible de la prisión, el sistema violento y corrupto que compite con los recientes y dramáticos cambios hacia un trato más humano y más justo.
En los “F”, Alcalá casi concluye su trabajo. “A mí nunca se me ha quedado un preso afuera”, dice el oficial, que controla el área con apenas uno o dos alistados. A las 7:00 de la noche, el bullicioso pasillo se ha calmado. De camino a los “Veteranos”, el pabellón contiguo, una celda despide olor a marihuana, otra suelta un estruendoso “dembow” de moda mientras Alcántara recorre el lugar oscuro con una linterna. Cerca de allí, el “Pastorcito” tiene rato haciendo su labor: Hay 158 que van mañana a la justicia y él los tiene que buscar, con las “caritas”, celda por celda, uno pór uno. Díaz ya estuvo en “Alaska”, en los “Galpones” y en el “Hospital”; también llegó, con el último rayo de luz, un autobús de los tribunales con siete internos.
En el pabellón, algunos hombres desnudos ya duermen en el suelo, otros juegan a las cartas, cocinan, ven televisión o leen con la poquísima luz que hay en el lugar. Si de día es oscura, de noche La Victoria es triste.
Fin
NOTA DEL EDITOR
Los autores de este trabajo, el reportero Javier Valdivia y el reportero gráfico Jorge Cruz, ingresaron durante un mes a la Penitenciaría Nacional de La Victoria para conocer de cerca la situación que viven poco más de ocho mil internos, y los cambios que la administración del penal, pese a la resistencia de un sistema violento y corrupto, viene introduciendo en los últimos años.
Durante todo el mes de febrero, ambos periodistas del LISTÍN DIARIO, bajo la iniciativa del procurador general de la República, Francisco Domínguez Brito, y la plena colaboración del director de Prisiones, Tomás Holguín; del alcaide de La Victoria, Gilberto Nolasco, del jefe de seguridad de la prisión, coronel Marino Carrasco, de su personal y de un grupo de internos, Valdivia y Cruz pudieron recoger de primera mano óy sin censura de las autoridadesó testimonios, escenas y situaciones que han traducido en este reportaje de ocho entregas.
Por Javier Valdivia Olaechea
Penitenciaría Nacional de La Victoria
Alcalá explica que, habitualmente, el “tranque” se inicia a las 4:00 ó 4:30 de la tarde, pero dependerá de si hace calor o no ese día. De los “F”, adonde se llega sólo por el Túnel (el acceso a otros pabellones fue cerrado hace mucho), hoy salieron siete a la justicia y uno más se fue en libertad. En este lugar hay cuatro celdas y casi medio millar de internos: 124 en la “F-1”, 112 en la “F-2”, 102 en la “F-3” y 66 en “Hogares Crea”. La experiencia le ha enseñado a Alcalá, como a muchos de sus compañeros, a conocer el comportamiento de los internos y a “manejarse” con ellos. “Yo no abuso, yo les digo las cosas tal como son y por eso yo me he ganado el respeto de ellos”, dice el oficial. “Ahora, el que falló, falló”.
Entre ocho mil internos, algunos de ellos dispuestos a todo, “Dios está con nosotros”, sentencia Alcalá, policía respetado, para explicar cómo se mantiene el equilibrio en La Victoria, “para que no se produzca una desgracia”.
En “Alaska”, Isael Lugo, de 40 años, “trancado” también, cumple desde el 2011 una condena por drogas a 10 años, luego de una revisión de la pena que le rebajó cinco. Para él, La Victoria, dentro del desorden y hacinamiento que existe, tiene una estructura que de alguna forma funciona. “¿Es lo mejor?: Es lo menos malo. ¿Es lo ideal?: Es funcional. ¿Es opcional?: No, es obligatorio”, dice Lugo.
Uno más en el sistema, el interno que se convirtió en “colaborador” del penal, reflexiona también sobre cómo no dejarse corromper: habla de la “inversión moral” y del ser humano como una “alcancía” que va recibiendo enseñanzas, conducta, disciplina. “Al momento de encarar la realidad tu inversión moral sale a flote. Tú no eres uno de ellos”, explica la metáfora.
“Un chico de Cristo Rey viene con la alcancía vacía. Es un destinatario que va a ser difícil de reinsertar porque lo único que ha visto es lo negativo”. Y agrega que en esas personas hay valores que no se toman en cuenta; muchos que no tienen formación básica familiar por lo que la mayoría no se reinserta; otros que se “desdoblan” porque saben que tienen que salir de aquí. “La cárcel es una oferta de diferentes opciones, pero va a depender directamente de la persona que vive el proceso. Una persona que no tenga inversión moral, y que no toque fondo, sí puede cambiar”, dice, pero aquí en La Victoria “no hay un programa” que ayude a que eso suceda.
En los Pasillos, a las 3:55 de la tarde, Alcalá se dirige a una de las celdas, se para al lado de la reja y grita con autoridad: “La gente de la 1...”, “la gente de la 1...” y una fila de internos, resignada y pesarosa, va desfilando por una puerta estrecha mientras Alcántara, bajo el mando de Alcalá, los cuenta, uno a uno, y Javier toca espaciadamente un pito antes de contar él mismo a los que duermen en la “F-2”.
“47, 48, 49...”, se oye murmurar a Alcántara cuando el pasillo es un hormiguero de hombres que van y vienen por los pasillos, aprovechando cada segundo que les queda afuera, haciendo compras de último minuto en el colmado, encargando la cena que, una vez cerrada la reja, pasa como puede por entre los barrotes. “Cuando no hay luz el tranque es más forzoso”, comenta Alcalá, que espera con paciencia en su puesto el encierro de los internos, mientras el sol va cayendo con la tarde, desde el patio suroeste del penal. A las 4:05 de la tarde, en los “Pasillos F”, todas las celdas ya están cerradas.
Empieza ahora el trabajo de los que recogen la basura, llevándosela en tanques hasta afuera de la fortaleza. Así pasa en todas las áreas de La Victoria. Aquí, en los “F”, los internos ya “trancados” limpian la celda, algunos se sientan en el piso y se aglomeran cerca de la reja. Uno, en toalla, encarga la cena a dos o tres “pasadores” que se mantienen sin trancar cumpliendo los recados, “delivery’s” que llevan la comida y la compra, incluso un vendedor ambulante que ofrece pasteles en hoja repitiendo un lema que garantiza una venta segura: “Son de la calle”, “son de la calle”...
Cerca de allí, Bernardo de la Rosa, de 43 años, se ocupa de varias cosas en la celda de “Hogares Crea”. Llegó en el 2011 por una condena de 20 años por intento de homicidio; era un adicto compulsivo (duró 16 años consumiendo cocaína), pero dejó la droga en La Victoria. Tras llegar al punto en que no tenía nada, decidió asumir un compromiso y se convirtió en un “reeducado”, una de las tres categorías del programa: en La Victoria 66 hombres lo conforman y tratan de regenerarse en el lugar más difícil, dice, porque hay más “personas negativas”. “Reeducado” es también Alberto Severo Rosario, de 51 años, que lleva en prisión 18 años de 20 por homicidio; mató a su víctima en defensa propia y con su propio cuchillo. Este hombre arrepentido asegura que hay una gran diferencia con el pasado: “Antes esto era tierra de nadie, y ahora la cosa es diferente: ahora los capos son los que tienen cuartos”. Y que está preparado para salir, pero no tiene garante, sólo un pequeño negocio a la entrada de “Hogares Crea”.
Hace tres años no había una ambulancia. Entonces sacaban a los enfermos en una camioneta vieja; la gente se moría. Había una sola guagua y el porcentaje de la gente que iba a la justicia era menor. Lugo afirma que había gente que se beneficiaba de ese desorden, y una complicidad total, hasta de la venta de libertad. En una estructura como la de La Victoria, agrega, hay que enfocarse en encontrar liderazgos aunque sean negativos, catalizarlos y empezar a multiplicarlos. Como “Chiquito”, Víctor Ramírez Martínez, que tiene 36 años, de los cuales cumplió 13 de 15 en una condena por homicidio. Pidió dos veces la condicional, pero no se la dieron. Es un “colaborador” del área administrativa y de la Dirección de Prisiones, con 14 cursos hechos. Participa en el proceso de entrada de los internos: Desde la “Planchita” (donde hay veinte y pico de camas), adonde llegan primera, hasta la alcaida y la charla de Minaya, el “colaborador” de salud.
Ramírez, que afuera vive en el ensanche Espaillat, quiere volver a las prisiones, pero para orientar a los internos. En La Victoria empezó a colaborar pintando la prisión: A veinte internos, incluyéndolo, les dieron 45 días para cambiarle el rostro al penal entero, y lo hicieron en nueve. Les prometieron un dinero que nunca llegó, pero eso no lo detuvo. Consumidor de marihuana, como recuerda que alguna vez fue, está vivo de milagro. Una noche, cuando dormía, le clavaron 14 puñaladas y no lo mataron porque se cubrió el cuerpo con el de otro interno. Fue en los “Pasillos”, cuando dormía en el suelo, hace ocho o siete años. Ahora, dice, “estoy preparado para salir”.
Días atrás, en el patio principal, un moreno fornido, “El óame”, caminaba con una sonrisa pintada por dos razones: “Del martes no paso”, dijo, para resumir en esas cuatro palabras que se va en libertad; la otra, su reciente victoria en la primera pelea de un interno fuera de la prisión. Yomar Rodríguez Medina, con 22 años recién cumplidos, 135 libras de peso, 5.9 pulgadas y varios tatuajes en el pecho y el estómago (sus hijos, su mujer y su madre), habla como un profesional: cuenta que fue un “contrincante incómodo”, que tuvo que moverse mucho y recurrir a toda su agilidad para vencer al retador, otro dominicano, por Knockout técnico en el segundo asalto.
Luego, sentado en su “goleta” de la celda “5-6”, le pide a Dios que lo ayude a no desviarse de nuevo y le da gracias a la Comisión Nacional de Boxeo que lo apoyó con los trámites. Ahora será alguien en la vida, dice. “Cambiar para devolver esa confianza; demostrarle al comisionado (nacional de boxeo Franklin Núñez, su garante para salir de prisión) que se puede”, agrega el mismo muchacho que cayó preso a los 16 cuando fue llevado a la Correccional; que luego vino a parar a La Victoria en el 2012 por atraco a mano armada. “Aquí sufrí mucho. Cometí un error y el error se paga”, dice “El óame”, que se fue un martes de febrero como el campeón que espera ser: tenía puestos unos jeans, camiseta azul turquesa y unos lentes Ray Ban.
“Tenemos un sello todos, los pantalones cortos... Todo el que tiene pantalón largo es moralmente un ídolo. En la psicosis del infierno, es una persona moralmente diferente”, concluye Lugo, para agregar que “hay que engañarse para darle un matiz a la supervivencia en este lugar”. Este “colaborador”, que quiere crear un proyecto de “soporte” para los internos en La Victoria, saldrá también en agosto, pero en busca de la condicional, aunque no tiene ninguna prisa: “Esa es mi garantía para no volverme loco”, dice.
En los “Pasillos F”, el “tranque” sigue hasta con cierta algazara. De adentro de la “4-F” un hombre pide refresco; hace calor. Un interno, borracho o “pasado” de marihuana, busca su celda entre otros rezagados, los que preparan la cena, los que llegan de la escuela, los que vienen tarde de la justicia, los dueños de negocios y hasta algunos pocos privilegiados. En total, el proceso lleva como una hora, a veces más. “Adentro (en sus celdas) ellos tienen sus normas y el que quiere la sigue. Y hay un representante que los dirige después de que se les encierra”, dice Alcalá cuando la noche va llegando.
El oficial echa un vistazo al patio que le queda cerca y le exige a un interno que agite el fuego para que termine rápidamente el arroz que está preparando. La algarabía inicial del encierro se truncó hace más de media hora cuando se fue la luz. En el pasillo, Domingo de la Cruz, “Niño”, el responsable de una de las celdas y el máximo representante entre los internos, confronta a otro que acaba de llegar a la calle: “Acá hay reglas”, le dice, “no quiero problemas”. Finalmente lo admite, y por haber llegado recomendado, hasta le “exonera la entrada”.
En “Alaska”, lejos de los “Pasillos F”, el cierre se tomó de 4:00 a 7:00 PM. Cada celda tiene una norma diferente, pero por lo regular la luz se apaga a las 10:00 PM. En la celda 9 está Chávez, el coordinador de la Vocacional, junto con otros veinte hombres, pero solo catorce camas (cinco duermen en el suelo y dos en una sola “goleta”).
Aquí se limpia dos y hasta tres veces por día y se entra sin zapatos. Barbieri, Chávez, Luis..., compañeros entre sí, y Jeffrey, que dice que el principal problema del penal se da en el área de la salud y que hay mucha negligencia médica. En la celda 9 hay un aviso pegado en la pared con 24 normas de conducta y otro afuera, al lado de la puerta, que ofrece servicios de reparación de artefactos electrodomésticos.
Isael Lugo sabía a dónde venía; su padre fue preso político en los “12 Años” de Balaguer. A través de la iglesia buscó contactos y cuando llegó a La Victoria fue recibido por Rafael Lluberes Ricart, que le buscó un lugar en el penal. “La primera vez duré más de 24 horas cerrado en la celda”, recuerda. Pagó 2,500 pesos de alquiler hasta que se compró una “goleta” en 80,000. La ventaja de la suya es que tiene ventana; de niño fue claustrofóbico: “Sentía que el techo me caía encima”.
“Duré nueve meses vegetando; lavando mi tristeza. Le das vuelta a lo mismo y en ese proceso empiezas a vivir parte del abandono” óexplica Lugo sobre la época en que también le llegó la solicitud de divorcioó “Todo como por cadena”. Su primer curso en La Victoria fue de pintura; ahora tiene 40 certificados. Trabajó primero en un proyecto del Despacho de la Primera Dama sobre violencia de género, después se inscribió en el taller de informática. El primer día Chávez y Pirón, de la Vocacional, descubrieron su capacidad y le dijeron que en vez de recibir clases, debería darlas. Así que elaboró un currículum y se involucró como profesor, hace cuatro años.
También lo buscaron de la iglesia Católica y de la Escuela Básica para dirigir el coro del penal. Ex salesiano, su vínculo con la iglesia se dio a partir de su experiencia formativa. Aquí conoció a fray Hermes Liriano, un mercedario con quien empezó a apadrinar a otros internos enfermos: les suplían de agua, cama, alimentos cada semana, pidiendo a sus compañeros de “Alaska”. La iniciativa creció y ahora es una estructura funcional operada por la Pastoral Penitenciaria. “La manera en que tú creces aquí no es solo sintiéndote destinatario”, afirma Lugo.
“Yo puedo ayudar en lo que sea, pero a la cárcel no voy”, le dijo una vez a Carlos Matos, de Kayros, del ministerio ecuménico, cuando lo invitó hace mucho a trabajar en el movimiento. Pero llegó, y con mucha rebeldía, con “la cabeza centrada en el año” en que iba a salir y en la estrategia de defensa para demostrar su inocencia. Hasta que un día se dijo: “De alguna forma soy culpable porque estoy condenado por el delito que se me imputa”.
Lugo, administrador de empresa, viajero constante, ávido lector, tiene una empresa de exportación de chatarra. El “problema” sucedió en el 2011: La droga la encontraron en el muelle, pero los contenedores (en uno de los cuales estaba el cargamento) se los llevaron de su empresa. Para evitar ser condenado, el fiscal le mandó a pedir 350,000 pesos, dice Lugo. Sus amigos le dijeron que le iban a conseguir el dinero, pero decidió no aceptar. ¿Por qué? “He hecho este proceso con dignidad”, confía. “Esa misma decisión ha sido mi bandera”.
En La Victoria, agrega el “colaborador”, a todos les cambia el perfil físico: El interno tiene la mirada perdida. Pero hay otras cosas que también han cambiado: los policías se han hecho parte del sistema, la población de ahora ya no es la misma de antes. “Cambió la estructura y el manejo”, dice. “Lo que antes era una regla ahora es una excepción. El espectro de la gente que viene aquí cambió”, como cinco y diez generales, oficiales de alto rango que antes “resolvían de otra forma”.
Lugo y varios internos más tienen ciertos privilegios que recibe en compensación por cumplir una función determinada (otros lo consiguen con dinero), pero tampoco se hace ilusiones: la condición de igualdad no existe en La Victoria. Tampoco “hay un manual, pero hay ofertas... y los programas efectivos son los que se generan aquí”, dice el interno. “Este es un caldo de cultivo para lo bueno y lo malo... Si no te adaptas vuelves a lo que tú hacías o lo que te trajo aquí”.
“Algo sencillo puede trascender en el tiempo”, agrega este hombre cuyo único delito fue, asegura, robarse hace mucho la primera página de El Nacional del 21 de diciembre de 1975, guardada en la Hemeroteca Pública, donde aparece la reseña del asesinato de su padre, Weceslao Lugo, militante de izquierda, “héroe sin nombre”, como dice su hijo, “de la lucha por la igualdad”, que murió dignamente, de pie como lo vio siempre, el primogénito que dio y que hoy lo tiene en el pedestal más alto de la memoria: “Esa página ya no está en la Hemeroteca, la tengo yo enmarcada ahora”.
En “Alaska”, el segundo teniente Ventura Paulino, bate en mano, se prepara para otra noche más en el pabellón, igual que Agustín y, en el puesto de mando, el mayor Vicioso, que la noche anterior celebró su cumpleaños aquí, lejos aún de las sombras de la madrugada, más lejos todavía de las que la Penitenciaría Nacional de La Victoria arrastra hasta ahora como una herencia maldita: la miseria absoluta en que viven cientos de internos, el pasado ominoso y terrible de la prisión, el sistema violento y corrupto que compite con los recientes y dramáticos cambios hacia un trato más humano y más justo.
En los “F”, Alcalá casi concluye su trabajo. “A mí nunca se me ha quedado un preso afuera”, dice el oficial, que controla el área con apenas uno o dos alistados. A las 7:00 de la noche, el bullicioso pasillo se ha calmado. De camino a los “Veteranos”, el pabellón contiguo, una celda despide olor a marihuana, otra suelta un estruendoso “dembow” de moda mientras Alcántara recorre el lugar oscuro con una linterna. Cerca de allí, el “Pastorcito” tiene rato haciendo su labor: Hay 158 que van mañana a la justicia y él los tiene que buscar, con las “caritas”, celda por celda, uno pór uno. Díaz ya estuvo en “Alaska”, en los “Galpones” y en el “Hospital”; también llegó, con el último rayo de luz, un autobús de los tribunales con siete internos.
En el pabellón, algunos hombres desnudos ya duermen en el suelo, otros juegan a las cartas, cocinan, ven televisión o leen con la poquísima luz que hay en el lugar. Si de día es oscura, de noche La Victoria es triste.
Fin
NOTA DEL EDITOR
Los autores de este trabajo, el reportero Javier Valdivia y el reportero gráfico Jorge Cruz, ingresaron durante un mes a la Penitenciaría Nacional de La Victoria para conocer de cerca la situación que viven poco más de ocho mil internos, y los cambios que la administración del penal, pese a la resistencia de un sistema violento y corrupto, viene introduciendo en los últimos años.
Durante todo el mes de febrero, ambos periodistas del LISTÍN DIARIO, bajo la iniciativa del procurador general de la República, Francisco Domínguez Brito, y la plena colaboración del director de Prisiones, Tomás Holguín; del alcaide de La Victoria, Gilberto Nolasco, del jefe de seguridad de la prisión, coronel Marino Carrasco, de su personal y de un grupo de internos, Valdivia y Cruz pudieron recoger de primera mano óy sin censura de las autoridadesó testimonios, escenas y situaciones que han traducido en este reportaje de ocho entregas.
Por Javier Valdivia Olaechea
Penitenciaría Nacional de La Victoria
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