EN LA PENITENCIARÍA CIRCULAN CERCA DE 30 MILLONES DE PESOS CADA MES
(15)
En la Penitenciaría Nacional de La Victoria el tiempo también se
cuenta por galones: el desorden, dicen algunos, ocurría “hace dos
coroneles”, cuando hasta lo imposible era posible: pagar con tarjeta de
crédito dentro del penal a través del “verifon” que se usaba en la venta
de lotería. El caso trascendió a la prensa y 25 internos y un alto
oficial tuvieron que ser trasladados.
Varios años después la corrupción sigue arraigada en el penal y
muchos internos se quejan todavía de que deben pagar un “cupo” a los
“representantes” y a los policías de algunas áreas. Las “contribuciones”
se hacen generalmente los domingos, cuando la visita se ha ido. Un
policía puede recibir, según el rango, desde 30 pesos (un raso), hasta
200 y 300 (un teniente). 50 pesos semanales dan para recibir ciertos
privilegios.
El pago del “impuesto” le da legalidad a la transacción. Poner una
“mesa” (un negocio en los patios o los pasillos) cuesta entre 20,000 y
30,000 pesos, y el alquiler de un “sitio”, de 600 a 700 la semana.
“Francisco”, un interno de “Malvinas”, dice que cuando uno llega a La
Victoria, debe “invertir” en promedio por lo menos 5,000 pesos, que se
irán poco a poco desde el policía de la “Planchita” y el oficial y el
“representante” del área, hasta el custodio que lo va a “trancar” y el
“representante” de la celda, todo dependiendo del lugar del que se trate
(los precios de “Alaska” distan mucho de los del “Patio”), sin contar
con el costo de la “goleta” o del sitio para dormir.
Además, todo lo que entra a La Victoria paga un “impuesto”,
dependiendo de lo que se trate y de quien lo traiga; el sistema, de tan
enquistado, llega a ser en un momento justo: una persona con mayores
recursos pagará más que otras. Por meter al penal un abanico hay que
pagar 500 pesos, por una nevera que costó 15 mil, casi 10,000, por un
televisor de 30,000 pesos, unos 15,000. Igual pasa con las personas.
“Todo el que entra tiene que pagar”, dice “Francisco”. 300 pesos el VIP
mínimo, que en otros lados, recibe el mismo privilegio: andar con un
cuchillo, por ejemplo, puede costar hasta 3,000. Pero el negocio que más
deja (a todos y sin forma de cuantificar) es el juego: cartas, dominó,
gallos, lotería de bancas y de boletos para llenar, apuestas. “Si eres
honesto no sirves para el sistema”, afirma el interno, al referirse
tanto a sus compañeros que andan al margen de la ley como a algunos
policías corruptos. También estima que en la puerta de entrada, producto
de las extorsiones, se manejan al menos un millón de pesos al mes, al
contado.
“Lo que entra por allí, cuando yo me voy, es incalculable. Y los
sábados y domingos, cuando no estoy, el penal es una pudrición”,
ratifica Demetrio Fragoso, de 55 años, aunque sus cifras son mayores. El
encargado de los Economatos (establecimientos que abastecen de ciertos
productos a los internos) de la Penitenciaría Nacional de La Victoria,
asegura que su puerta es una verdadera “aduana”. Hace dos años,
recuerda, cuando compró tres freezers para la administración, el propio
coronel de entonces, la mayor autoridad uniformada de la prisión, lo
“quiso picar”, pero terminó siendo cancelado.
“Aquí había gallos, maquinitas, bancas establecidas”, señala Fragoso.
Igual que yuca proveniente de la finca de una alta autoridad, que dejó
de comprarse, aunque el negocio del carbón, que alimenta todos los
fogones del penal, sigue siendo exclusivo de dos policías que venden a
mil pesos el saco, y a 10 y 15 la funda. Otros dos, apunta el
funcionario, son los encargados de reunir en la puerta de entrada 20 mil
pesos diarios para “no se sabe quién”, lo que hace 650,000 al mes. Y si
cada día entran, mal habidos, más de 50,000 pesos por la puerta, al mes
se “recaudan” entre millón y medio y dos millones de pesos. “Este es un
sistema desgraciado”, dice Fragoso.
Penitenciaría. Un grupo de hombres avanza por uno de los pasillos de la cárcel, en un ir y venir, habitual en la prisión. |
En la puerta de entrada a La Victoria hay por el día tres agentes
permanentes: un policía, uno de la DNCD y otro de Asuntos Internos.
“Blin Blin”, el de la DNCD, ha dado con mucha droga que intentan
introducir a La Victoria. Su estrategia es darle confianza a la “mula”,
dice. Él fue el que atrapó a una muchacha con tres libras de marihuana
escondida en galletas ”reo este mes. Abrió una y no había nada, pero
estaba seguro de que algo había entre manos. Hasta que dio con ella.
“Blin Blin” sabe que adentro también engañan a los internos que ya están
pasados, vendiéndose entre ellos una mezcla de paja con excremento de
vaca que hacen pasar por marihuana: “Uno prendido, en su pase, ni cuenta
se da”, afirma. También usan azúcar para diabéticos y un componente
conocido como “Fisol”.
Si la libra de marihuana vale entre 5,000 y 5,500 pesos en la calle,
aquí cuesta entre 10,000 y 15,000, que cubre la demanda de una gran
parte de los 8,000 internos. El cigarro de marihuana cuesta 50 pesos, la
libra 22,000. Para pasarla hay que pagar 6,000 pesos. La piedra de
crack, también vale 50; la cocaína, en cambio, de muy bajo consumo en La
Victoria, cuesta 1,000 el gramo.
“La marihuana no puede faltar. Lo único que mantiene tranquilos a
esos cabrones es eso”, sentencia Fragoso. Según “Francisco”, el de
“Malvinas”, en La Victoria se consumen entre 20 y 25 libras de marihuana
a la semana. Sólo en el “Hospital” se van cinco como mínimo. Algunos
internos calculan que al menos ocho de cada 10 consumen marihuana en
algunas áreas del penal, sobre todo en el “Patio”, porque en “Alaska”
apenas son dos de cada diez, debido a que rige casi otro comportamiento.
Para que llegue a los internos existen cadenas de distribución en las
propias celdas, y hasta mecanismos para pasarla de una en una cuando
todo el mundo está “trancado” (la marihuana se introduce en una botella
de plástico y se amarra a una soga que se tira con fuerza por el
pasillo, pasándola de celda en celda.
El licor también tiene su precio y su propia forma de abastecimiento.
El teniente Demetrio Guzmán cuenta que los martes y sábados, los
internos preparan el “vino” o lo que sea que se beberán al día
siguiente, miércoles y domingos, con la visita. Se hace con maíz,
levadura, remolacha y hasta químicos que solo unos pocos están
capacitados a hacer. El licor casero cuesta 150 la botellita de
refresco, y 50 el “vino”. Si el interno tiene dinero, puede pagar algo
más refinado: una botella de ron vale 1,000 pesos y una de whisky entre
3,500 y 4,000 pesos en el “Hospital”, y hasta 7,000 en otros lugares, no
menos, y más caro en diciembre porque en La Victoria pesan doblemente
las razones del mercado.
(16)
Amontonados a un costado de la reja principal, detrás de la garita de
control, un interno mete en un saco el producto de varios días de
requisa. En un momento ha logrado juntar en una mano cerca de quince
armas, desde cuchillos y punzones hasta tijeras desentornilladas, de
todas las formas, de todos los tamaños, de todos los filos. El teniente
Guzmán aparece por detrás y con la vista de águila que tiene, recoge,
entre fierros oxidados, palos y otros objetos, un cuchillo de cocina de
30 centímetros de largo, capaz de atravesar el cuello de un hombre de
extremo a extremo, con el mango envuelto en esparadrapo y un estuche del
mismo material. “¡Lo que se puede hacer con esto!”, dice, llamando la
atención del teniente Mañón, que cuenta a los internos que se van a la
justicia. “Esto yo mismo lo recogí hace dos domingos”, afirma el
oficial, que se va del lugar lleno de orgullo.
Escena de la vida diaria en la cárcel de La Victoria |
“La policía no puede bajar la guardia. Si lo hace nos lleva el
diablo”, completa el propio interno que colabora en el área de reciclaje
y salud ambiental, y que asegura haber contado no menos de 700 objetos
punzo-cortantes en el saco que está a punto de llevarse.
“Para el número de personas, aquí no pasa nada”, dice el coronel
Carrasco, que apunta que en seis meses y 19 días cumplidos ese día al
frente de la seguridad del penal, ha podido mejorarla a través del
liderazgo y la gerencia, dos factores que considera claves en el manejo
de la Penitenciaría, con tan poco personal. “El respeto se nota”, agrega
el oficial. “Aquí se hace lo que yo ordeno y por eso las cosas salen
bien; tenemos un equipo de trabajo y todos obedecen en una misma
dirección, mi línea de trabajo”, afirma Carrasco.
Para enfrentar la corrupción, el jefe de la seguridad de La Victoria
tiene una fórmula: “Mucha dedicación. Cada día exigiendo más a los
policíasÖ dignidad, conducta en el penal. Los que cometen indisciplina
son sancionados y trasladados de aquí” a través de un inspector que debe
velar por el cumplimiento del deber. El coronel dice que luego de que
la información llega a su despacho ésta es depurada y se toman las
previsiones y correcciones inmediatas. En cuanto a los internos,
Carrasco dice que el manejo de la droga, el alcohol y las armas se ha
reducido a su mínima expresión desde su llegada al penal, por las
medidas que se toman.
“Aquí no se golpea a los presos. Si alguien comete una falta se le
lleva a la celda de reflexión, y si no se le puede corregir, hago mi
solicitud de traslado a la Dirección de Prisiones”, dice Carrasco, un
hombre radical, agrega que trata de hacer su trabajo bajo el amparo de
la ley y con los pocos recursos que existen.
El alcaide Nolberto Nolasco tampoco transige: si la corrupción viene
de los policías se aplican sanciones, traslados y hasta cancelaciones;
en el caso de los internos, dice, se toman medidas disciplinarias
establecidas en la ley 224 sobre Régimen Penitenciario, “y al igual que
los policías, se les sanciona con medidas preventivas”.
“La seguridad está a cargo de la Policía Nacional, en coordinación
con la Dirección General de Prisiones. Hay colaboración entre internos y
autoridades, hay un representante por cada celda y son designados por
la administración por su condición y comportamiento”, señala Nolasco,
para advertir que el castigo a los internos está establecido por el
artículo 46 de la ley 224, y consiste, dependiendo de la falta y orden
sucesivo, en amonestación, privación de visitas o correspondencias
hasta por 30 días, encierros en sus celdas o en la celda de castigo por
hasta 30 días, su traslado temporal por más de 60 días y, finalmente, la
privación de otros privilegios que determinen los reglamentos.
En el “Consulado”, Johan Fernández, de 32 años, es un “coordinador”,
un interno que colabora con la autoridad de La Victoria y con los dos
representantes de su área, y de otras del penal, en el mantenimiento de
la seguridad a través de la mediación y un mecanismo que da seguimiento a
las diferencias entre internos, a los ajustes de cuentas y a otros
asuntos, aplicando medidas preventivas en cada zona de la prisión.
“Antes los representantes eran los vendedores de la droga”, dice
Fernández, “ahora no”, agrega, para resumir parte de los cambios
producidos en el penal.
Fernández se enfrentó a un delincuente en María Auxiliadora, donde
siempre vivió, y el hecho lo implicó jurídicamente. Por eso fue
condenado a 20 años de los cuales lleva 3 años y 3 meses (el caso irá a
revisión). Afuera era un ejecutivo de ventas de Coca-Cola y
vicepresidente del PRD, sin ningún problema con la ley. “Fue muy difícil
el cambio en el estilo de vida”, dice, y agrega que la estrategia
aplicada por las autoridades de la Penitenciaría ha permitido que grupos
“negativos”, desde sus propios líderes, se hayan adherido al trabajo de
coordinación, y que las condiciones que se han desarrollado hasta ahora
en todo el penal no permite el surgimiento de nuevas cabezas como
“Denny el Blanco”, aunque reconoce que el ejercicio del poder aún se
realiza en contubernio con algunos policías.
“Hay alguna permisibilidad”, dice, pero el representante tiene más
apoyo de las autoridades y de alguna forma hay “más democracia y mucho
equilibrio”.
El que no está de acuerdo es Rafael Lluberes Ricart, “Lluberito”,
condenado a 30 años por la muerte del periodista Orlando Martínez
Howley. Un domingo, antes de las 8:00 AM, Lluberes conversa en la
entrada de la prisión con un grupo de oficiales, y les muestra el libro
“Cautivo de mi verdad”, de Braulio Torres, el que está leyendo ahora, y
en una de cuyas páginas el autor incluye a Martínez en una lista de
personas que recibiría entrenamiento militar en Rusia. “A Orlando
Martínez no lo mataron porque decía la verdad, sino porque era
comunista, un militar entrenado por ellos, por el Ejército Rojo”, dice
Lluberes, que refuta a sus detractores con un “es más fácil hablar de
las cosas después de que han pasado”, y con la estrofa de una vieja
milonga de Borges que dice que todo el que anda buscando la muerte la
encuentra.
De lo que Lluberes está convencido es de que “no debió haber sucedido
lo que sucedió”, pero también de que no tiene de qué arrepentirse y de
que procedería con la misma convicción con la que actuó en ese entonces.
También señala que a pesar de que la sociedad lo trató mal, no guarda
ningún resentimiento. Y zanja el tema con una frase reiterada y dicha en
tono amable: “Nadie, como un abuelo como yo, quiere estar hablando de
muerte”.
Lluberes está en La Victoria desde el 9 de junio de 1997. Vive en
“Alaska”, en la celda 6, junto con otros cuatro internos. Su rutina
empieza a las 4:00 AM, cuando se levanta, se baña y lee, ve los
programas de paneles en la TV, toma café y camina. Pasa el día leyendo y
hace una sola comida, al mediodía. Y se acuesta temprano, 8:30 PM como
mucho, en un lugar donde la mayoría lo hace pasadas las 10:00 PM.
“Cuando llegué aquí todavía había ‘Controles’, grupos de delincuentes
que tenían secuestrado el penal”, recuerda Lluberes, que reconoce en
los comandantes que han estado al frente de la seguridad de La Victoria
en los últimos años, los cambios que se han producido en este lugar. “Ya
nada de eso sucede y creo que con esto lleno de criminales y
delincuentes, ahora hay más libertad de la que habría que tenerÖ (La
autoridad) es más receptiva de lo que debería”, afirma.
Penal. Un interno observa desde la puerta del Túnel. |
Ahora, agrega Lluberes, los internos son tratados como “gente”,
aunque de hecho “no existe en la prisión la propiedad para vivir como un
ser humano” debido al hacinamiento, el gran problema de La Victoria. La
solución, ocho nuevas cárceles para 1,000 internos cada una, que jamás
se construirán porque no hay dinero en el presupuesto para arreglarles
la vida a los delincuentes, muchos de los cuales no se lo merecen. “Yo
los he visto venir dos y tres veces porque no se reforman nunca”, dice
Lluberes.
(17)
Ya no hay bandas en el penal; la autoridad las fue erradicando. ¿Cómo
se ejerce el poder, entonces? “Con papeleta”, dice “Francisco”, el de
“Malvinas”, y “los policías corruptos garantizan su posición” por dinero
a cambio. “Aquí vale el dinero, nada más”, asegura el interno.
Hace frío. En el comedor sirven chocolate con un galón de cloro
cortado por la mitad, y dan un pan a cada interno. Otro camina tranquilo
vendiendo la Loto, con los talonarios bajo el brazo. Tolentino se
lustra los zapatos a las 8:00 de la mañana cuando llega el personal del
Economato. En su despacho ya está sentado, en el escritorio de la
derecha, Demetrio A. Fragoso, el jefe del departamento, que en los
términos más simples se encarga de administrar los pequeños negocios que
tiene la institución dentro de la prisión, para darle servicio a los
internos que tienen la condición de poder adquirir un producto, sea este
para consumo como para la venta.
Hay seis Economatos en La Victoria: el almacén principal, dos en el
“Patio”, uno en el “Hospital”, uno en “Los Galpones” y otro más que es
la “cafetería”. En el almacén se vende al por mayor, donde por ley se le
aplica un 10% al producto y la venta de agua es lo único que no cierra
nunca, ni los domingos, cuando el lugar abre de 8:00 de la mañana a 4:30
de la tarde. Fragoso explica que la mercancía llega al costo al
suplidor: Se adquiere a través del Nuevo Modelo Penitenciario (antes era
a la Procuraduría) a través de una licitación.
La requisición de mercancía se hace dos veces por mes. Cuando en el
almacén ya no hay y los internos tienen necesidad, el encargado deja
pasar el producto para evitar escasez. Si al costo de la mercancía se
le suma el 10% al por mayor, al detalle se le aplica el 15% porque los
internos tienen negocios dentro del penal, consumen energía de la
Penitenciaría que no pagan, y ganan más que los Economatos porque venden
hasta el 50% más de lo que cuesta el producto. Por ejemplo, si el
Economato vende un refresco a 14 pesos, los internos lo venden a 30 y 35
pesos; un “Paco Feat” que cuesta 78 en Alaska, un domingo, puede llegar
a costar 150 pesos. “Tengo que venderles caro porque yo lo vendo con
impuesto”, dice el encargado.
En la letra en un penal no debe haber negocios. La autoridad mandó a
Fragoso a quitarlos de La Victoria, pero tres semanas después el
funcionario reportó que “es imposible” por varias razones, entre ellas
que muchos internos no pueden entrar a áreas donde hay Economatos. “Todo
el mundo se la busca”, dice Fragoso, salvo en su oficina donde “no
pueden pagar el peaje” que se paga en otros lados.
El titular del Economato tiene a un asistente que vigila en la
entrada; cuando traen mucho de algún producto lo manda a parar (llegan
muchos cigarrillos Capital, contrabandeados desde Haití). Es cierto, no
le sale más barato al interno comprar en el Economato, pero éste último
se rige por licitación: “Si se firma el contrato es porque la oferta del
suplidor es más económica”, explica Fragoso. “Por ser suplidor del
Estado se le aplica una retención del 5% (Ley 557-05). Pero además, el
suplidor, que se maneja en el Nuevo Modelo Penitenciario para fines de
licitación, paga todos los impuestos al gobierno “y cuando viene a ver
le mete el 10% por el tiempo que demora (de 45 días a dos meses para
realizar el pago)”.
Fragoso, que era auditor del Departamento de Auditoría de la
Procuraduría General, tiene solamente dos años aquí. Dice que cuando
llegó, pedía 20,000 unidades de algún producto y sólo le llegaban
18,000, por el mismo precio. Así era antes; ahora se pasa inventario los
días 30: Febrero fue un mes flojo por los días, aunque no se vendió
mal: llega a diez millones y pico (de una venta de 9 millones 969,203
sin contar algunas cosas que no se han cuadrado todavía). La venta de
enero fue de 10,577,686 pesos. Diciembre llegó a 11 millones. En los
últimos dos años ha manejado más de 200 millones de pesos, de los cuales
25 millones quedaron como beneficios. De estos, 544,000 se van en
nómina de empleados y otros 150 mil van para un fondo de la alcaldía. En
realidad “entra más mercancía por la puerta que la que yo manejo. La
entran agachados, los sábados y domingos que yo no estoy”, dice el
funcionario.
El promedio mensual de ventas va entre los 9.5 millones y los 10.5
millones de pesos. Si compra entre 8 millones y 9 millones, viene
quedando un millón y pico “de beneficio largo”. Ese es dinero de la
institución, que se invierte en el sistema penitenciario, en fumigación,
mantenimiento, “una caja chica” para cosas menores. Pero el grueso no
se queda en La Victoria. La factura eléctrica es de 3.8 millones a 4
millones de pesos. Un levantamiento arrojó que en el penal hay equipos
eléctricos, estufitas, freezers para negocios. “La Victoria es un barrio
con diferentes categorías y tienen nombres específicos. Dependen del
poder adquisitivo”, afirma el jefe de los Economatos.
En los “Pasillos E y F”, donde están también los “Veteranos” y
Hogares Crea, hay no menos de una docena de puestos de comida, y una
decena de colmados. Un barbero en los “E”, a las 9:00 de la mañana, ya
ha recortado a su primer cliente: uno o dos por día; 10 a 15 un sábado, a
100 ó 150 pesos el corte, que le da para vivir. Cerca de allí, en un
puesto de comida, el calor de un fogón calienta una olla de espaguetis
que se venderá el plato entre 10 y 100 pesos, dependiendo de la
posibilidad del interno. El pollo frito, en cambio, reservado en una
vidriera, cuesta 100, igual que un plato de sopa de pescado, en un
puesto más adelante.
Los internos también tienen la opción de cocinar: con una libra de
arroz a 21 pesos, una libra de papa a 20, cinco huevos a seis pesos la
unidad, una funda de carbón a 15 (el saco se consigue a 450), 30 pesos
de cebolla y vasito de aceite a 5 pesos, está listo el desayuno. Pero si
se busca algo más, un pequeño puesto de mercado tiene yuca a 18 pesos,
batata a 13 y todo lo demás que pueda hacer falta en la cocina. La
ganancia diaria, dice el dueño, entre 1,200 y 1,300 pesos, la mitad más o
menos de lo que se gana un colmado bien provisto: entre 3,400 y 4,000,
para una ganancia de apenas 400 según su propietario, que ve en este
negocio más bien un “servicio para mantener a los presos tranquilos”.
(18)
Si el Economato movió en febrero 10 millones de pesos, los negocios
del penal, según aproximados reales, movieron el doble, unos 20
millones, lo que hace que lleva a 30 millones parte del dinero que se
mueve en La Victoria. Parte, porque no se está contando el dinero que
produce el contrabando, el que reciben los internos de sus familiares,
la droga, las transacciones entre los propios internos, los peajes en
las celdas y los juegos de azar, que resulta oficial y prácticamente
incalculable. Sólo para tener una idea, Fragoso pone un ejemplo: un
paquete de cigarros Capital (cuya venta está prohibida por él porque no
paga impuesto), cuesta 1,400 pesos en la calle más 100 del transporte, y
paga 300 de peaje en la puerta, para un total de 1,800 pesos, cuando
los cigarros que vende el Economato no pasan de 1,500.
Prisiones dice que el gasto por interno es de 200 pesos. El 70% de
ellos, más o menos, cuenta con los 50 pesos que necesita como mínimo
para comer; el 30% (unos 2,400 internos) 300 pesos. En el primer grupo
son 5,600 internos, de los cuales el 40% hace su comida y el 30% come el
“chao” que se sirve gratuitamente (y que hasta eso muchos internos
revenden).
Un interno gasta diariamente (cinco días porque no se cuentan dos por
la visita) 50 pesos como mínimo en el desayuno, 10 pesos en café al
mediodía, 50 pesos en la comida y 50 pesos en la cena, lo que hace 3,200
al mes. Eso más 500 pesos en higiene personal y lavado de ropa, 80
pesos en la limpieza de área (el “síndico” es el que limpia las celdas y
lo hace por 25 pesos que reúne de cada interno), 400 pesos en
comunicación (el servicio de Wi-Fi cuesta 150 pesos la semana) y 200
pesos en corte de pelo, hace un total de gastos mínimos al mes de 4,380
pesos.
Los que tienen dinero. En los “Pasillos” una cama puede valer hasta
30,000. Algunos “ranas”, los que duermen en el suelo, pagan 100 pesos
para que les guarden el colchón. 1,500 es lo que vale el espacio en el
piso de la celda. “Los dueños de los espacios son los reos”, apunta
Fragoso. “La institución no le garantiza cama a nadie: se alquilan
dentro, se compran o el interno se convierte en parte de la base de la
pirámide social de La Victoria.
En el Economato Fragoso ahora discute con sus asistentes sobre el
procedimiento: son 29 personas, seis de ellos son encargados, los demás
vendedores de provisiones, pero el personal no está nombrado ni tiene
seguro médico. El encargado de observar por Fragoso el movimiento en la
puerta de entrada tiene la misión de no dejar pasar productos en mayor
cuantía. Sólo lo que es “para consumo del reo”.
Fragoso cuenta también que piensan poner cámaras de seguridad en la
prisión, pero no está de acuerdo: la razón es obvia, concluye: “Una
cámara en la puerta no durará intacta media hora”.
De abajo, de la panadería sale otra vez el olor que acompaña
permanentemente el área del ante-patio en La Victoria. El encargado,
Antonio Moreno, de 58 años, tiene 18 años al frente del lugar que abre a
las 5:00 de la mañana y cierra a las 8:00 de la noche. Un día las
autoridades buscaban a dos que supieran el oficio y él fue uno de ellos.
Desde entonces, en los tiempos del general Pérez Sánchez, está en el
penal.
La panadería realiza dos producciones diarias: una para los internos y
otra para el Economato. Hay días que preparan hasta 6,000 unidades, de
las cuales un poco más de la mitad es para ese departamento. La unidad
se vende a 5 pesos. Moreno, que conchaba antes de convertirse en
panadero, dice que bajo su responsabilidad, el pan sí lleva levadura,
prohibida en el penal por su uso para la elaboración de bebidas
alcohólicas artesanales.
“Tenemos mucho trabajo”, asegura Moreno. La panadería prepara cada
día dos sacos de harina de 120 libras, 3 libras de azúcar, 2 libras de
sal, 3 libras de aceite, tres cuartas de levadura y un libra de curato.
También hacen “masitas” para el Economato. Al lado, en la cocina, Elio
Martínez está a punto de servir el almuerzo. Se queja de que sólo tiene
una nevera que no es suficiente. “Hoy toca espaguetis con pollo y moro
de habichuela. En una de ellas (son seis en total), el arroz, algo soso,
está casi a punto y los espaguetis, un poco aguados, ya están casi
servidos.
(19)
Una de las cosas que más se respetan en La Victoria son las visitas.
Las puertas se abren antes de las 8:00 de la mañana, pero a las 6:00 (a
veces antes) ya hay gente en la entrada del penal, y siguen entrando
inclusive hasta las 3:30 ó 4:00 de la tarde cuando comienzan a salir de
la penitenciaría. Los días de visita son los miércoles y domingos (y
otros según las condiciones y normas que ha impuesto la administración y
la seguridad de la prisión). Las personas que más vienen son mujeres
(los miércoles son más de visitas conyugales) y los niños sólo pueden
entrar a un domingo intercalado; son los días más caóticos, pero también
los más alegres.
Temprano, un miércoles, el camión de la basura sale ya de la
penitenciaría y los internos que van a la justicia. El coronel Carrasco
explica el procedimiento: dos filas en la entrada, una para niños,
embarazadas y ancianos; otra para hombres y mujeres, a través de un
pasillo de unos 150 metros. Desde la avanzada al pasillo, otros 150
metros, y un primer chequeo para “clasificar” a las visitas; y un
segundo puesto de control más estricto, de las cosas que entran, e
incluso físico. También hay un equipo de la DNCD y, en un lugar donde
todo el mundo tiene uno, está prohibido entrar con celulares (el ingenio
comercial ha creado puestos de personas que se encargan de cuidarlos en
la entrada); sí se permiten alimentos, agua. Nada de levadura porque
con eso los internos hacen ron, ni vegetales o cigarrillos. “Esta es una
cárcel y los controles no se pueden vulnerar”, dice Carrasco. “Ahí (en
los controles) es donde se busca corromper a los policías”.
Las niñas y adolescentes hasta los 17 años sólo pueden entrar al
penal con su acta de nacimiento y acompañadas por su madre, ésta
debidamente documentada con su cédula de identidad. Si se trata de un
varón, éste puede entrar con el padre o la madre. “Es un asunto de
cuidado óadvierte el oficialó “hay ocho mil hombres violentos”.
Luego de cruzar los 200 metros del pasillo que conduce a la entrada
del penal, se forman tres filas: los hombres a la derecha, las
embarazadas y ancianas al medio y las mujeres, adultas pero jóvenes de
entre 20 y 30 años la gran mayoría, a la izquierda. Allí pasan a un área
techada donde se someten al control de la DNCD, y luego al chequeo
personal, tres en total. A todas las personas les ponen dos sellos a la
entrada (uno de la DNCD); las mujeres saldrán horas más tarde por el
portón principal y los hombres por la misma pequeña puerta por donde
ingresaron al penal. “(Las visitas) están tan acostumbradas que salen
por su propia cuenta”, comenta Carrasco, para agregar que los domingos
se refuerza la seguridad con personal del campamento Duarte y aumentan
las patrullas por los pabellones.
“Y en diciembre aquí sí es que entra gente. Yo diría que somos unos
fenómenos: 240 hombres para controlar a 8,000 (internos) violentos”,
dice el coronel licenciado en derecho. “A los calientes los mantengo
aislados. Los ubico y los traslado a otro sitio, y ese es su peor
castigo. Tenemos un área de aislamiento para regeneración, para los
necios y revoltosos, y si eres reincidente te traslado”.
A las 7:50 de la mañana de un domingo de febrero hay ya como un
centenar de personas en fila que empezaron a entrar al penal. A la
espera de un garante está Domingo Díaz, “El Pastorcito”, el encargado de
buscar a los internos para llevarlos a la justicia, pero también el
jefe de los “pasadores”, 16 alrededor, que se dedican a cargar las cosas
que trae la gente de fuera o a orientar a los que vienen por primera
vez. Cobran entre 10 y 100 pesos por persona, hay alguno que recibió
hasta 500 de propina.
Hay más mujeres. En la fila deben entrar a un cuarto donde deben
quitarse la ropa para ser revisadas. Al lado del umbral hay una mesa
donde dos policías, hombre y mujer, revisan las pertenencias de los
visitantes. A lo largo del día, mientras la gente va pasando, se
escucharán decenas de frases despectivas con respecto a la policía;
muchos rostros indignados, otros indiferentes, algunos felices, con
razón o no, pero sobre todo de resignación.
En el puesto están Pascual Abad, policía alto y afable, y Guzmán,
oficial, en un perímetro cercado por una baranda de metal de un par de
metros que conduce a la entrada principal de la fortaleza. Es un lugar
privilegiado para algunos. Allí puede estar un momento “Changó”, el
limpiabotas, que reprende a “Chiquito”, su perro sarnoso. Es un día de
lluvia que ha retrasado la visita; en total, entre 30 y 32 policías
distribuidos en todas las garitas. “La gente pasa por tres chequeos”,
explica el coronel Carrasco, que llega siempre temprano para supervisar
el día. “Cuando tenemos información de una ‘mula’ la llevamos al área
médica. Pero se corrigen un par de semanas y vuelven a lo mismo”.
Mientras tanto, Pedro Suriel Reyes, un “pasador”, ofrece sus
servicios y una mujer pasa por el perímetro de llegada: “Ellos me vieron
cara de rica hoy”, se queja. “Los barrios se conocen todos. Si es de
Los Mina sabrá por dónde anda alguien”, dice Suriel, que vive en los
“5-6” del Patio y que está en La Victoria como preventivo, por un atraco
que dice que no cometió. Habla con experiencia sobre la forma en que se
puede buscar a un interno que recibe visita. En un día de lluvia
necesita un paraguas que no lo tiene, sobre todo para proteger a las
damas que llegan acicaladas y recién salidas del salón: afuera del penal
hay de todo para vender, antes de la primera garita; al lado de las
filas, detrás de un alambrado, varias mujeres se ofrecen para guardar
los celulares que no se permiten introducir al penal. También las que
alquilan ropa adecuada y sandalias para los hombres que llegan con
zapatos de suela y base alta, donde se puede camuflar droga de
contrabando.
“Aquí hay problemas, líos... Después de eso, la visita es segura”,
dice el “pasador”, que en ese momento reconoce a un “pirata”, un interno
no autorizado para desempeñar su papel y que según Suriel no es
confiable, igual como sucede en la calle con los vehículos públicos.
Entonces, una mujer se queja de que tuvo que cambiarse la ropa; muchas
pasarán con escotes pronunciados y faldas bien entalladas. Pascual pide
un café que llega tarde en un vaso de plástico. Y Pedro Suriel, con gran
familiaridad, recibe a una visita: “Llegó temprano, mi amiga”.
Prisión. Varias personas juegan a las cartas al lado de los barrotes en una de las celdas del "Patio". |
Suriel dice que en días como hoy los problemas empiezan en los baños.
Los internos son obligados a despertarse más temprano para que la
visita los encuentre bañados. En la “5- 6”, donde vive, una de las
celdas más grandes de todo el penal, “hay mucho preso y poca agua” y
sólo tres baños para casi 800 internos: uno grande y dos pequeños, uno
de dos caños y los otros dos de uno solo. Algunos más precavidos guardan
el agua desde el sábado para tener cómo bañarse. Suriel recuerda que se
va dentro de poco, pero le falta algo de dinero (una parte se le fue en
la multa). El trámite es un papeleo que termina otra vez con la
“carita”.
Ha llovido gran parte de la mañana y el “pasador” ha conseguido
prestado, providencialmente, un paraguas blanco, casi nuevo, que deja a
sus compañeros atónitos: “Este anda en un Mercedes”, comenta uno de sus
colegas cuando “Jonathan”, un interno que viene de Herrera, se pone un
delantal al lado de la puerta y recoge 185 quipes en un balde blanco con
tapa que una señora le pasa de afuera junto al kétchup, la mostaza y la
mayonesa. Cada uno cuesta 10 pesos.
“Ya gasté 200 pesos”, murmura una señora que avanza hacia el patio
mientras una puerta de rejas se abre a la izquierda de la sala donde
revisan a las mujeres. Parece una zona de “acceso especial” por donde
entran sólo algunas personas. “Esas tienen a una pelada”, reclama otra,
lejos de donde una muchacha acicala a su compañera con dedicación antes
de entrar al penal y una pareja se saluda con un beso en los labios y se
va tomada de la mano.
Alguien pregunta de afuera por “Juan Pasador”, no Pedro, Juan.
“Pasador” es un apellido común que comparten los 16 internos dedicados
al oficio de cargar cosas y guiar a la visita. De afuera un hombre llama
a Suriel y le entrega un papel por entre las rejas. “Era una persona de
Higüey. Lo llevé a un par de sitios, pero no encontró a nadie”, dice.
Le dejaron el teléfono y el encargo de encontrar al interno. “Tenían
comunicación desde aquí y dejaron de llamarse un tiempo”. “Pedro
Pasador” advierte que los “presos están engoletados” (encerrados) con
sus parejas, por lo que es más difícil encontrarlos; a veces muchos se
mudan de área y ya no se sabe. Lo buscará en la cena.
NOTA DEL EDITOR
Los autores de este trabajo, el reportero Javier Valdivia y el
reportero gráfico Jorge Cruz, ingresaron durante un mes a la
Penitenciaría Nacional de La Victoria para conocer de cerca la situación
que viven poco más de ocho mil internos, y los cambios que la
administración del penal, pese a la resistencia de un sistema violento y
corrupto, viene introduciendo en los últimos años.
Durante todo el mes de febrero, ambos periodistas del LISTÍN DIARIO,
bajo la iniciativa del procurador general de la República, Francisco
Domínguez Brito, y la plena colaboración del director de Prisiones,
Tomás Holguín; del alcaide de La Victoria, Gilberto Nolasco, del jefe de
seguridad de la prisión, coronel Marino Carrasco, de su personal y de
un grupo de internos, Valdivia y Cruz pudieron recoger de primera mano
óy sin censura de las autoridadesó testimonios, escenas y situaciones
que han traducido en este reportaje de siete entregas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario